Antes de nada, tengo que reconocer que me resulta difícil escribir sobre las razones por las que alguien debería leer El despertar de la señorita Prim. Así que voy a intentar hacer algo que para mí es más sencillo y más sincero: explicar por qué lo escribí y qué es lo que me propuse hacer con él.
Lo primero que debería decir es que El despertar de la señorita Prim es un cuento. Un cuento para adultos, pero un cuento al fin y al cabo. No quiero decir con eso que se trate de una historia de fantasía o de magia -no hay hadas, ni trasgos ni rastro de duendes- sino que sus colores son deliberadamente intensos en algunas ocasiones y deliberadamente suaves en otras. Cuando se leen las aventuras de la preparada y autosuficiente Prudencia Prim en San Ireneo de Arnois, un peculiar pueblecito cuyos habitantes han decidido declarar la guerra al mundo moderno, los puntos de vista parecen a veces descolocados, como girados. Y lo están, porque gran parte del encanto de los cuentos radica en que nos permiten mirar el mundo desde distintas alturas.
La historia de la señorita Prim es, por decirlo así, un cuento que puede leerse de pie, sentado o a ras de suelo. Si uno lo lee de pie, casi a vista de pájaro, se encontrará con la apacible historia de un pueblecito decidido a custodiar cosas aparentemente pequeñas, pero profundamente importantes. La sencillez, la cortesía, la educación, la delicadeza, la belleza, la amistad, la fe, el arte, el amor…
Si se contempla la historia algo más cerca -por ejemplo, sentado- se descubrirá que es también una historia de amor. Un romance atípico entre dos inteligencias opuestas que parecen condenadas a no entenderse jamás y que libran feroces combates dialécticos sobre casi todo aquello (que es mucho) por lo que vale la pena discutir.
Finalmente, si uno se aproxima todavía más y se coloca a ras de suelo, verá que El despertar de la señorita Prim tiene bastante más que ver con la guerra que con el amor, con las viejas preguntas y sus distintas respuestas que con la delicadeza, la dulzura y los pequeños placeres.
Cuando me decidí a escribirlo, hace ya dos años, quise hablar del contraste entre modernidad y tradición, de la importancia que tiene el pasado para poder comprender el presente, del reto que supone detenerse y mirar hacia atrás para averiguar si uno ha tomado el camino correcto. Por eso el libro es en muchos sentidos un homenaje a la cultura y a la tradición de la vieja Europa, al tesoro de esas maravillosas obras que han construido Occidente. Y por eso la señorita Prim y sus singulares vecinos debaten sobre amor y amistad, pero también sobre arte, literatura, filosofía y hasta teología. Por eso charlan sobre Virgilio, Mujercitas o Jane Austen, pero también sobre el feminismo y sus paradojas, el secreto de un buen matrimonio o los clásicos que los niños deberían leer en la infancia.
La historia de Prudencia Prim puede ser para el lector un canto al valor de lo pequeño o una declaración de guerra frente a la modernidad y sus demonios. Pero tanto en un caso como en el otro, creo que la mejor razón para leer el libro es la misma que para leer todos los libros: desear sumergirse en otro mundo y olvidar, al menos por un rato, el tic tac del reloj.
Ojalá sea así.
Natalia Sanmartin Fenollera