Víctor del Árbol es, afortunadamente, más persona que personaje. Una persona que además escribe magníficas novelas siguiendo un camino basado en la honestidad y en la calidad, lo que le ha convertido en un autor de referencia. Y porque escribir con entrega es la única seguridad razonable en este oficio incierto. Como subrayó Miguel Delibes en el epistolario con su editor Josep Vergès, «un escritor debe hacer su camino sin dejarse embaucar por señuelos». Quizá porque Víctor del Árbol transitó primero por el Seminario y después con los Mossos d’Esquadra por las calles catalanas, ahora sabe que hay profundidades en cada uno a las que no llega nadie.
¿Dónde ha encontrado más peligros, en el Seminario, en las calles o en el mundo literario?
En cada etapa he tenido que sortear diferentes precipicios. Unas veces emocionales, otras físicos y casi siempre decisivos. Pero de todos, el peor peligro es el de dejarte arrastrar hacia el mundo irreal de los espejismos y la quimera. En ese territorio, el mundo literario es donde acechan más callejones poblados de sombras. No siempre se está preparado para aceptar el reto de ser lo que se es y afrontar las consecuencias.
¿Qué le queda de su paso por el Seminario?
El gusto por la duda metódica, la gimnasia mental de la reflexión, la idea de la camaradería, una buena formación humana y académica, el recuerdo de chocolatinas en invierno con un bollo, los cigarrillos a escondidas, un gol increíble en un partido de fútbol, el amor por los imposibles, el reto de superar todas las dificultades, el silencio interior, la Anábasis de Jenofonte y unas pocas palabras en griego clásico.
¿Su trabajo durante dos décadas en la policía autónoma catalana le ha hecho conocer mejor el lado oscuro de la vida?
Tenía apenas 23 años, así que me ha hecho conocer muchas facetas, no sólo la oscura de la vida y no sólo respecto a los demás, sino especialmente sobre mí mismo. Crecí hacia el hombre dejando jirones de inocencia a cada paso, un poco como mis personajes. La Policía, en abstracto, no es gran cosa para mí. Pero en lo concreto son muchas vivencias.
En sus novelas hay mucha violencia. ¿Por alguna razón concreta?
Porque es un instinto primario que hemos refinado a lo largo de milenios. El ser humano es profundamente violento y arbitrario en el uso de la fuerza contra sus semejantes. Pero lo que me interesa es, sobre todo, la consecuencia de la violencia y sus diferentes enmascaramientos. Hay misterios insondables para mí; por ejemplo, la exterminación de millones de personas en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial y los escasos brotes de rebeldía contra esa evidencia entre las víctimas.
La venganza es otro de sus temas predilectos, ¿por qué?
La venganza es un campo ambiguo donde se da rienda suelta a la frustración sin poder recibir a cambio más que una satisfacción insuficiente y estéril. Muchas veces, es la respuesta ante un sentimiento de agravio que nuestras leyes no son capaces de resarcir. Y forma parte de los odios atávicos, se transforma y se transmite de generación en generación, haciendo mutar a menudo los roles entre víctimas y victimarios. Una acción casi tan poderosa como el amor.
La corrupción atraviesa también toda su obra…
De los corrompidos y los corrompedores aprendemos que el Poder incita a la impunidad –erróneamente– y que si no hay temor, no hay medida. Sin embargo, la corrupción también demuestra sabiduría: en quién se ceba, en quien encuentra un aliado seguro. No todo el mundo tiene un precio, por mucho que se abuse de tal idea. Hay gente inmune a la corrupción, sencillamente porque nada de lo que ofrece el poder les interesa. Es la base del antihéroe sobre el que construyo mis historias. Me interesa el modo de enfrentarse a lo que para cualquiera es evidente, sin resignarse.
Resulta difícil encontrar humor en sus novelas. ¿A qué se debe esta ausencia de algo tan básico para el ser humano?
La ironía es el trazo humorístico de la inteligencia. Y la vida está llena de momentos irónicos, de situaciones en las que uno se siente en una película extraña y absurda. Me basta con esas situaciones entre el personaje y su realidad: lo seriamente que se toman sus vicisitudes y a sí mismos y lo rápidamente que la vida desmantela esas certezas y pasa a otra cosa, sin despeinarse. Algo de eso, de personajes cervantinos, arrastran mis hombres y mujeres.
¿Qué nacen antes, las historias o sus personajes?
Lo primero es la pregunta del escritor. Es ese momento alucinante en el que algo se abre camino y se planta ante ti. Puede ser un niño mirando una catana de samurái en un escaparate o un hombre acodado en el paseo marítimo impasible bajo la lluvia. Cuando una imagen me interpela ya no hay vuelta atrás. Sobre esa pregunta gravita lo demás. Personajes, historia y contexto.
¿Cómo es habitualmente la labor documental de sus libros?
Para mí es la parte fascinante, la ocasión del descubrimiento: bibliotecas, archivos, asociaciones, museos, hemerotecas, entrevistas personales, viajes. Puedo llegar a acumular cantidades ingentes de información y pasar meses procesándola para convertirla en «narración». Hay testimonios, por ejemplo, sobre la vida en los campos del sur de Francia durante 1939 en Un millón de gotas que, tras su dramatización, esconden la vivencia de personas reales. He cosido cuidadosamente sus imágenes a mis palabras durante muchas semanas, utilizando conversaciones grabadas, visitas por toda Francia, documentos personales que me han prestado, confesiones inconfesables… Ha sido algo impresionante.
¿Alguna idea en la cabeza desde hace muchos años?
Algún día me gustaría ser capaz de escribir la gran novela sobre la vida de mi padre, que es la vida de un tiempo y de un país que ya no existen. Pero todavía no estoy preparado.
Si su tercera novela, La tristeza del samurái, le cambió la vida, ¿qué ha significado entonces su éxito Un millón de gotas, publicada en una de las grandes editoriales españolas?
La confirmación de que existen lectores a los que les interesa lo que cuento o cómo lo cuento. Un empujón para seguir trabajando muy duro para llegar a ser el mejor escritor que pueda ser. Y la suerte de encontrar un grupo de personas que me ha acogido sin miedo, sin complejos, con profesionalidad y con alegría. Quizá sea un paso más. Uno importante, desde luego.
Publicar en Destino tiene que ser a la vez un gustazo y una responsabilidad, ¿no?
Miguel Delibes se dio a conocer con Destino, Ana María Matute era escritora de referencia de la editorial, Andrés Trapiello, Lorenzo Silva… ¿Asusta estar en la cola de este león? No, yo lo disfruto. Es una editorial con solera, de marca literaria que no renuncia a ser comercial. Y yo creo que puedo encajar bien en esa conjugación. Es un reto que disfruto con total conciencia del privilegio que supone.
¿Qué le debe Víctor del Árbol a las traducciones de sus novelas en tantos países?
Muchísimo, especialmente a Actes Sud en Francia. Ellos me dieron a conocer mucho antes que aquí, en España. Y yo siempre lo agradeceré a los lectores franceses su acogida. Otra persona a la que le debo mucho en este sentido es a Tom Colchie. Él me introdujo en Estados Unidos, y eso no es nada sencillo para un perfecto desconocido como yo. Y, en general, a cada editorial que decide apostar por traducirme; siendo un autor de ventas internacionales, a veces las cosas son mejores en casa, que en definitiva es donde uno quiere sentirse reconocido.
Benito Olmo reseñó Un millón de gotas en ¡A los libros!, donde destacó entre otras muchas virtudes su «estilo soberbio y muy cuidado»…
Benito dijo muchas cosas en esa magnífica reseña, que cosa extraña, logró hacerme sentir un desconocido ante mi propia novela. Poner distancia y ver cómo otros se sienten interpelados por lo que yo escribo es una experiencia maravillosa. Te das cuenta de que una vez escrito, el libro ya no necesita a su autor. En cuanto al estilo, me fascina nuestra lengua, sus tonos, sus matices, sus raíces y sus colores. No busco ser barroco, pero me encanta encontrar las acepciones para cada trazo.
¿Por qué se vive en España un boom de la novela negra?
Porque creo que ha dejado de ser considerada simplemente un subgénero de entretenimiento o como se la llama paternalistamente «literatura popular». Sin dejar de ser una literatura que busca lectores, poco a poco ha ido recuperando el pulso de los mejores narradores del género: desde Montalbán o Ledesma pasando por el mejor Juan Madrid, siempre ha habido un público capaz de interpretar entre líneas que, además de entretenimiento, el género es una radiografía social, un cuestionamiento de valores y una intención literaria ambiciosa y desacomplejada. Hay gente que lleva años ahondando en esta idea. Y la literatura, no lo olvidemos, está para llegar al otro.
He leído que el género negro no abunda en su biblioteca. ¿Cómo es posible?
Porque a pesar de lo dicho anteriormente, yo no me incluiría en este género ni entre estos escritores que saben lo que se hacen y porqué. Sencillamente, no soy consciente de las reglas que lo rigen, me desbordo por las costuras y no tengo la formación clásica entre sus maestros ortodoxos. Digamos que la novela negra que me interesa es la más sospechosa o la menos canónica: desde Dostoievski a Faulkner, pasando por Donald Ray Pollock o David G. Roberts. Me interesa menos la etiqueta que la historia a contar, y no suelo utilizar recursos estilísticos ni argumentales relacionados directamente con la novela negra o sus vertientes detectivescas o policíacas. No soy un escritor etiquetable. Soy una voz que trata de formar un entramado con todos los recursos que tiene a mano.
¿Qué ocurre en el tiempo que media entre el final de una novela y el principio de la siguiente?
Que uno trata de tomarle el pulso normal a la vida, a las relaciones personales, recuperar la lectura sin presiones, pasar el tiempo en algún viaje aplazado. Un lapso de vacío que pronto empieza a reclamar ser cubierto de nuevo. Pero a veces la mente y el corazón necesitan sosiego, recuperarse, volver a sentir la pujanza y el deseo de contar una nueva historia. Y entonces, todo empieza de nuevo.
¿Qué opinión tiene de los agentes literarios?
Si hacen su trabajo son útiles, necesarios para moverte en un mundo desconocido, de contratos y letra pequeña, de derechos de autor y de representación. Si no lo hacen, son absolutamente prescindibles. Un buen amigo siempre te guiará. Una mala compañía te destrozará.
¿Podría describirnos un día cualquiera en su vida?
Me levanto temprano, duermo poco normalmente. Desayuno –si el tiempo lo permite– en mi terraza, con vistas al Montseny y fumo mi primer pitillo. Suelo escribir tres, cuatro, ocho horas, hasta que me canso. Salgo a correr o voy al gym, si no estoy de viaje. Dedico un par de horas o tres a leer, luego contesto correos, presto atención a las redes sociales, contesto entrevistas. Cuido mi jardín, veo poco la televisión y me gusta quedar con amigos en la cafetería del pueblo. Me importan mucho mis amigos. Y cuando puedo me escapo al mar, que no está lejos. Hay un chiringuito abierto todo el año donde puedes ver los temporales tomando un estupendo café con leche.
¿Se ha interesado el cine en adaptar algunas de sus novelas?
Una productora de Madrid se interesó por La tristeza del samurái para hacer una película pero quedó en agua de borrajas. Sé que hubo algún acercamiento con un director de cine para Respirar por la herida, pero hasta ahora no ha cuajado. De Un millón de gotas no sé nada todavía. Al final saldrá, seguro.
¿Cuáles son sus próximos proyectos?
Escribir una novela de corte muy distinto a las anteriores. Mucho más intimista, donde los personajes se expongan sin la excusa del contexto histórico.
¿Sobrevivirán las letras a esta crisis?
Mientras haya seres humanos que sientan curiosidad, que tengan dudas y ganas de vivir, las letras seguirán aquí. Se reformularán, se reinventarán, pero no desaparecerán. Tal vez sí lo hagamos los escritores.
¿Cuál fue su último gran viaje?
A Sierra Madre, en Méjico. Hace ya demasiados años. Es hora de volver.
¿A qué le tiene miedo?
A no ser capaz de vencer mis imposibilidades. A dejarme vencer por el miedo.
¿Quién es Víctor del Árbol?
Al menos una parte, el que intenta ser honesto contestando estas preguntas. De lo demás, ¿quién está seguro de ser lo que cree ser? Un reflejo en un espejo que cambia de perspectiva con la luz.
Saramago afirmaba que escribir es un trabajo, que el escritor no es un ser extraordinario que espera las hadas. ¿Está de acuerdo?
Para mí es un oficio. El oficio lleva implícita la connotación del artesano, del mimo, del cuidado, de lo manual y único frente a la producción en cadena despersonalizada. Sí: un oficio, una vocación, una forma de vivir que requiere destreza, aprendizaje, tesón pero también un plus de percepción, una sensibilidad especial para las cosas poco evidentes. Y eso no deja de ser mágico.
¿Escribir es una forma de entender el mundo?
Por supuesto. Formulamos realidades a partir de hipótesis improbables que estamos dispuestos a creer.
Cuando escribe, ¿qué busca, qué persigue?
Paz. Darle voz a esa emoción, a esa imagen, a ese instante que se queda atrapado en mis pupilas, en los pliegues de mi corazón. Luego, la imposible perfección, la exactitud de la emoción. Conectar con los otros, que no tienen rostro ni forma todavía.
¿Cómo se clasificaría como escritor?
Honesto, directo, inquietante y ambicioso en su propuesta. Sin concesiones al buenismo, nada maniqueo pero con un punto de esperanza. Un enamorado de sus congéneres, pero un enamorado informado. Con mucho que mejorar y con ganas de afrontar el reto.
¿Sigue una disciplina/rutina para escribir?
Escribir, escribir y escribir. Hasta que la historia se termina. Tomar distancia, dejar que repose, volver a ella y entonces aplicar el bisturí con calma. Y que alguien me quite el borrador de las manos.
Corrige entonces mucho.
Hasta la saciedad.
¿Utiliza cuadernos para tomar notas o lo hace todo por ordenador?
Todo lo escribo a mano, con hojas sin cuadricular y bolígrafo con punta de gel. Hasta que no tengo el primer borrador no me pongo a trabajar en el ordenador.
¿Piensa en un lector determinado a la hora de escribir?
No. Pienso en la historia y en los personajes. El lector llega después, con sus dudas, sus opiniones, su propia historia. Entonces compartimos un espacio. Antes no.
Para escribir no puede faltarle…
En lo material, tabaco y café. En lo emocional, un cosquilleo permanente en la boca del estómago.
¿De dónde surgen sus historias?
De la vida, de la experiencia propia y extraña, de la empatía por mis semejantes, de la curiosidad, del metro, del taxi, del periódico, de una charla informal. Somos historias que alguien espera poder atrapar para contarlas.
¿Tiene alguna superstición a la hora de escribir?
Una promesa: dejar cada primer ejemplar de mis novelas en la gruta de Montserrat dedicado a un lector anónimo.
¿Cuándo comenzó a escribir y qué le motiva a hacerlo?
Empecé muy niño, y los motivos fueron los de cualquier chico que tiene miedo, que no entiende el mundo y que construye cabañas en el armario. Hacer que los gritos cesen, que el mundo sea un lugar previsible, pacífico y mágico. Luego, descubrí la literatura y su inmenso poder.
¿A quién le deja leer sus manuscritos antes de ser editados?
A mi compañera, Lola. No tengo que tener dudas con ella; es implacable y muy buena lectora.
¿Dónde escribe?
En cualquier parte, pero preferiblemente en mi jardín o en mi biblioteca.
¿Cómo es ese sitio?
Es un jardín pequeño, poblado de flores de temporada, lavanda, romero, un naranjo enano y un olivo muy viejo que este año me dio alegrías. Veo las montañas y el sol da desde primera hora. Hay un pequeño rincón de lectura bajo el porche y una talla de Buda que me mira escribir.
¿Necesita silencio para escribir o le gusta escuchar música?
Suelo escuchar música, principalmente jazz, música sacra, gótica o clásica. Si es piano, mejor.
¿Hay algún estereotipo de escritor en el que odiaría caer?
El del tipo suficiente que se permite el lujo de juzgar lo que hacen sus colegas.
Si no hubiera sido escritor…
He sido muchas cosas en la vida, y nunca dejé de ser escritor, así que esa posibilidad no existe.
¿Por qué leer?
¿Por qué respirar? Cuando los libros entran en la vida de uno, ya no existe esa pregunta. Y creo que esta es la mejor respuesta.
¿Leer es vivir?
Es una invitación permanente a hacerlo, a atreverse. Es escuchar el susurro de otras muchas vidas.
¿Cuántas horas diarias dedica a la lectura?
Entre tres y cuatro.
¿Cómo se debe leer: en voz baja, en voz alta o sin voz?
Sin voz. Para no mezclarlas con las del narrador ni con las de los personajes.
¿Cómo hay que leer un libro?
De principio a fin, sin ansias, con la cadencia que el texto demande. Y sin pensar en otra cosa.
¿Cuál es su sitio preferido para leer?
El sofá de mi biblioteca.
¿Quién le enseñó a leer?
Mi madre, con recortes de periódicos y luego con los títulos del Círculo de Lectores, del que era socia.
¿Deja un libro sin terminar si no le gusta?
No. Le doy la oportunidad hasta el final, pero empiezo a sobrevolar las páginas.
¿Qué libros está leyendo?
Meursault, contre-enquête, de Kamel Daoud, y Pisando los talones, de Henning Mankell. Los simultaneo con una antología poética de Antonio Machado que me han regalado en Reyes.
¿Con cuál ha llorado o reído últimamente?
Me he reído con algunos aforismos de Mucha muerte de Max Aub. Y he sentido mucha tristeza con Demonios familiares de Ana María Matute.
¿Quiénes son sus autores favoritos y qué lecturas recomendaría?
Albert Camus. Yo recomendaría de su narrativa La peste –todo un tratado sobre el comportamiento humano en estados de excepción– y su ensayo El hombre rebelde. De Coetzee recomendaría Esperando a los bárbaros, una vuelta de tuerca al mito del buen salvaje o a la temática del mal civilizador que usa Conrad en El corazón de las tinieblas.
¿Cuál fue ese libro que le convirtió en lector?
Réquiem por un campesino español, Ramón J. Sender. Todavía guardo aquel ejemplar dedicado por un profesor que vio «algo» en mí y que me invitaba a seguir escribiendo.
¿Cómo se puede fomentar la lectura entre los estudiantes que sólo abren los libros por obligación?
No matando las ganas con obras de narrativa que no están preparados para asimilar. Está demostrado que el hábito lector se adquiere primeramente entre los nueve y los once años. Luego es un camino de descubrimiento difícil, trufado de novelas, cómics o formatos que sean asimilables. Poco a poco, hacerles ver la viveza del texto, lo que significa, quien hay detrás, por qué escribió eso y no otra cosa, el contexto social, etcétera. Llevar autores a las aulas es una buena idea.
¿Existe una decadencia de la lectura, de los lectores?
Existe una falta de ambición que tiene que ver con los referentes que invocan. Se tiende a una lectura más rápida, más mecánica y menos reflexiva. Yo hablo de una lectura acumulativa (muchas páginas, muchos libros tachados de la lista, pocos contenidos, poco poso). Pero también el lector va adentrándose en grados mayores de exigencia. Cuanto más se lee, más se pide.
¿Qué es el libro para usted?
Un lugar en el que habitar, antes, durante y después de su lectura. Un objeto que forma parte de una liturgia donde todos somos oficiantes.
¿Cuál es su relación ahora con los libros?
Cuando los escribo de lucha, avance y retroceso, para ceder. Cuando los leo, un deleite y muy pocas veces una obligación.
¿Quién le educó en el amor a los libros?
Mi madre. Leía a todas horas y en cualquier parte.
¿Cómo los cuida?
He aprendido a duplicar los que me interesan. El gran formato, lectura. El bolsillo, vivirlo.
¿Los presta?
Si puedo evitarlo, no. Hay gente que tiene mala memoria o tendencia a verter el café en las páginas.
¿Hay algún olor que relacione con los libros?
Las tardes en la biblioteca del seminario, el olor de los bancos de madera, la humedad de los estantes, y en verano la jara.
¿Dónde suele compra los libros?
En dos librerías de confianza: una en mi pueblo y otra en Barcelona.
¿Visita las librerías de viejo?
Sí, sin prisas, sin buscar nada concreto.
¿Cuántos libros suele comprar en un año?
Cincuenta, sesenta, más los que me regalan, los que me envían para reseñar, etcétera.
¿Cuál es su posesión libresca de la que se siente más orgulloso?
Una colección Sopena de clásicos del año 75 que encontré en la basura. Los recogí del contenedor uno por uno, los limpié, recuperé las tapas dañadas y me dediqué a buscar los ejemplares que faltaban. Es para mí de un valor incalculable.
¿Alguna manía u obsesión con los libros?
Que vayan conmigo a todas partes. Y no me gustan demasiado las fajas promocionales. Echo de menos los puntos de libro cosidos y siento preferencia por las tapas duras y las ediciones bien encuadernadas.
¿Están sus libros limpios de notas y subrayados o los marca de alguna de manera?
Los que tengo en edición bolsillo están llenos de notas al margen, de subrayados, de interrogantes y, en ocasiones, de auténticos diálogos con el autor.
¿Qué opina de ese fenómeno comercial que es la Feria del Libro?
Es una forma de acercar a los autores y a los lectores; a veces una cura de humildad para los primeros por la que se hace necesaria pasar. Además propicia encuentros de lo más interesantes.
¿Ha practicado en alguna ocasión el bookcrossing?
Además de esa manía de dejar libros en la gruta de Montserrat, conozco un par de lugares en los que suelen dejarse libros: en una parada de metro y en un parque. Sí, es interesante.
¿Tiene libro electrónico?
No lo tengo. La tecnología avanza más deprisa que mi capacidad de adaptación.
¿Qué opina sobre el libro electrónico?
Que no ha venido para sustituir al libro de papel sino a complementarlo.
¿Cómo luchar contra la copia ilegal de libros electrónicos?
Ejemplarizando. Obligaría a los piratas a prestar servicios sociales en bibliotecas y librerías. Y luego les haría tener una larga charla con los escritores que intentan vivir de su trabajo.
¿El libro en papel será en el futuro un objeto de lujo?
No lo creo. El libro electrónico tiene su cuota, como la tendrá el papel. Quizá se reducirán las tiradas.
Su biblioteca es…
Un lugar de mestizaje que me explica mejor que cualquier otro rincón de mi casa.
¿Cuál es su fondo actual de títulos?
Poesía, Historia (principalmente contemporánea española y del bajo Medievo europeo), narrativa, religiones, filosofía, crítica cinematográfica… y enciclopedias.
¿Cuál es el número idóneo de libros para su biblioteca?
Nunca los he catalogado, ni contado. Pero piden sitio continuamente. Actualmente, calculo que caben repartidos por casa unos seis mil.
¿Qué género predomina si no es la novela negra?
La narrativa, sobre todo rusa.
¿La tiene ordenada?
Más o menos, por temas.
¿Cuál es el libro más raro?
Un tratado sobre la navaja española, de Rafael Martínez del Peral con ilustraciones replicas de Goya.
¿Sólo tiene libros en las baldas o también acumula objetos, fotografías u otro tipo de fetiches?
Es un espacio vivido. Tengo fotografías de mis seres queridos, premios, objetos que tienen un valor para mí, piedras, cajas de cerillas, esculturas.
¿Alguna peculiaridad en su biblioteca?
Tengo una colección de druidas y duendes, regalos de una amiga gallega que invocan a las musas. No sé si funcionan.
¿Qué libros le faltan?
Muchos. Los que aún no he leído. Una colección de los Premios Nobel, por ejemplo.
¿Cómo debe formarse una biblioteca?
Con el gusto personal, que refleje la evolución de su dueño, sus etapas vitales e intelectuales. Que cada libro tenga una razón para estar ahí.
¿Posee libros heredados de su familia?
Varios, de mi madre. Una colección de Blasco Ibáñez y una antología de cuentos de Chéjov.
¿Hace expurgo con frecuencia?
Intento no sacrificarlos. Pero cuando no queda más remedio, algunos quedan relegados al doble fondo de las estanterías.
¿Contiene libros en otros idiomas, además del español y el francés?
En latín, en griego, reminiscencias del pasado. En catalán, muchos. El Péndulo de Focault en italiano, Manhattan Transfer de Dos Passos en inglés, y un pequeño librito de Walt Whitman.
¿Visita las bibliotecas públicas ahora que ya vende muchos libros?
Sí; apadrino a la biblioteca de mi pueblo, les ayudo en lo que me piden y participo de la vida cultural que se genera a su alrededor. Desde niño, me eduqué en una biblioteca y es mi manera de rendirles homenaje.
¿Qué biblioteca ha visitado y le ha fascinado?
La metropolitana de Nueva York y la Biblioteca Nacional en Madrid. Extraordinaria.
¿Qué biblioteca le gustaría visitar?
Me encantaría pasar unas largas horas en la biblioteca de la abadía donde Umberto Eco sitúa la acción de El nombre de la rosa. Sería algo inolvidable.