Me espeluzna cuando suena el teléfono y al otro lado una teleoperadora intenta convencerme de que compre algo que no necesito. Con cortesía (aunque no demasiada ya que podría interpretarse como una aceptación de sus productos o servicios según la Ley 12345/6789) rechazo su oferta y cuelgo orgullosa, convencida de que a mí no hay quien me convenza de nada de lo que no quiera ser convencida (valga la redundancia). De ahí el pavor que me asaltó cuando Daniel Heredia me ofreció participar en esta sección en la que debo explicar porqué alguien que vive feliz (o no) debería emprender la aventura de leer mi nueva novela: Tempus, publicada en Minotauro.
Ustedes pensarán con muy buen criterio que, si yo tuviera un mínimo de ética, tendría que rechazar la propuesta. Y no les faltaría razón. Pese a todo he decidido aceptarla aunque, eso sí, para que mi conciencia se quede tranquila no voy a intentar persuadirles de que lean mi Tempus, sino que me esforzaré en convencerles de todo contrario.
Sí… así es: no deben leer mi nueva novela. Ya lo he dicho. No. Nadie en su sano juicio debería hacerlo. ¿Por qué? Pues porque comienza con un terrible asesinato en un despacho de la Universidad de Cambridge perpetrado por una pelirroja devora hombres, con curvas de infarto, más mala que el hambre en el mundo. Y como no me quedé contenta con eso, he decidido que el investigador que se encarga de resolver tan escabroso crimen sea tataranieto del archiconocido Abberline, el inspector que no logró atrapar, hace más de ciento veintitantos años a Jack el Destripador. Esa es otra; el recuerdo del asesino en serie más famoso de la historia de la humanidad, se pasea sin pudor por cada una de las páginas de Tempus como perro por su casa.
Aún hay más; como a los escritores en general (y a mí en particular) nos gusta jugar a ser Dios, pues resulta que en Tempus me permito viajar en el tiempo, de modo que el que se asome a las páginas de mi nueva novela se puede encontrar de pronto paseando por el París de los tiempos de Nicolas Flamel, o en el Egipto faraónico, o en el nebuloso Londres victoriano, o… ¿quién sabe? Si es que Tempus es todo el tiempo. Todo, absolutamente todo pero, ¿y si tuvieras todo el tiempo del mundo y no fuera suficiente?
Ah… que no se me olvide, en Tempus hay personajes que no mueren jamás. Que son históricamente inmortales, vamos, y que igual estaban presentes en una cena con Casanova, que fueron célebres playboys setenteros capaces de transformar el plomo en oro en un programa televisivo ante los perplejos ojos de José María Iñigo.
Y el amor en Tempus… aysssss… un amor imposible, inadecuado, complicado e irracional, de esos que tienen visos de que no pueden, ni deben, terminar bien. Un amor enhebrado al odio, no como el antagonista del propio amor, sino como parte enferma del mismo.
En definitiva… ¿quién querría ser inmortal, visitar lugares pretéritos, enamorarse hasta los tuétanos o descubrir quién es realmente Jack el Destripador? Habría que estar loco para querer asomarse a las páginas de Tempus después de todo lo que les he contado. ¿O no?
Nerea Riesco