Desnudarse es, para la gran mayoría de nosotros, algo muy azaroso. Y si el pudor, las normas sociales y legales, el deseo de ocultar nuestras imperfecciones -sea, pues, la causa que sea- hacen que el desnudo físico sea algo solamente permitido en la intimidad de nuestros hogares, el desnudarse emocionalmente supone un ejercicio extremadamente arriesgado. Y lo es porque al fin y al cabo pechos, ombligos, culos, sexos o piernas tenemos todo el mundo, de decenas de formas, colores y texturas. Pero las emociones… ¿quién puede clasificarlas, cuantificarlas? ¿Qué hay detrás del ejercicio de exponer algo de nuestro interior, algo aburrido o atroz para el otro pero hermoso o interesante para nosotros mismos? Existen miles, millones de matices en las emociones. No solo decenas como en los ombligos.
Partiendo de esa premisa, Cerezas y guindas (Q-book, 2014) intenta, en sus dos partes bien diferenciadas, desnudar mis sentimientos a la persona que se decide por este mi tercer libro, ya en su segunda edición. A mí, precisamente, con lo pudorosa que he sido siempre -y lo sigo siendo en la actualidad y así será hasta que las criaturas que habitan en la tierra se hayan de comer estos ojos-, a mí, repito, se me ocurre desnudarme emocionalmente, mostrar mis sentimientos más profundos. Y no solo de amor, sino de desamor, de alegría, de tristeza, de dolor. Sentimientos que todos vivimos. Por eso muchos de los lectores y lectoras que hasta ahora han accedido a Cerezas y guindas me han comentado que se sienten muy identificados, sobre todo con la primera parte, la de las Cerezas.
Si me preguntan si mis Cerezas son microrrelatos… no sé muy bien qué contestar. Si es por espacio físico, pues sí, lo son, ya que algunos de los textos no ocupan más de cinco, seis líneas. Pero por su fondo los denominaría pensamientos escritos en prosa poética. Si el lector busca un lenguaje críptico y unas imágenes simbólicas, sintiéndolo mucho, Cerezas y guindas no es su libro. Esto no quiere decir, en absoluto, que descuide el lenguaje. Al contrario, pues por mi experiencia y formación, y sobre todo por mi voracidad como lectora, me encanta dominar el vocabulario, buscar el término exacto y jugar con los adjetivos y los sinónimos para construir retratos de mí misma y de otros personajes, la mayoría inventados pero con mucho de base real.
Y ahí es donde llegamos a la segunda parte del libro, Guindas. Son relatos breves, de duración más extensa que las Cerezas, y escritos con narrador omnisciente. Esto no significa que no me siga desnudando emocionalmente, pues es obvio, como nos ocurre a la mayoría de escritores, que incluimos vivencias y emociones propias en las ficciones que salen de nuestros dedos. No son muy extensos, apenas dos, tres páginas por relato, a excepción del que cierra el libro, Sólo quería pan, basado en unos tristes hechos reales acaecidos en Cádiz en 1933. El hambre, tan presente en aquella época, trajo consigo historias desesperadas de supervivencia. Una nota breve aparecida en Diario de Cádiz en su apartado de Efemérides contaba que en 1933 se produjo un asalto a un carro de pan llevado a cabo por unos obreros acuciados por la necesidad. Inmediatamente pensé que ahí tenía un relato.
Pero el desnudo emocional no es el único que aparece en el libro. El lector observará que se trufa aquí y allá de artísticas imágenes de semidesnudos en blanco y negro, realizadas por el fotógrafo y artista multidisciplinar gaditano Fran Lozano. Fran ha sabido captar con su cámara, a través de los cuerpos de Inma, Javier y Adela, los modelos, todo lo que yo quería expresar en mis líneas. Y lo hizo a la primera. Cuando vi las fotografías, supe que era justamente «eso» lo que yo estaba buscando para mi libro.
Cerezas y guindas, con dibujo en la portada de mi hija Laura Ortega, abre con un breve pero bellísimo prólogo de Pasión Vega, malagueña enamorada de Cádiz, amor que plasma en sus palabras. Dice Pasión que mis relatos le han recordado el viento y los paisajes de Cádiz. Espero que al lector ávido de poesía y sentimientos en forma de palabra, también le pase lo mismo aunque jamás haya pisado mi tierra.
Belén Peralta