Luis Manuel Ruiz, escritor.Luis Manuel Ruiz, escritor.

Marida en sus novelas el entretenimiento del best seller y la prosa de la buena literatura, algo difícil de encontrar en estos tiempos de tanta literatura plana, irrelevante, olvidable. Luis Manuel Ruiz regresa a las librerías después de cuatro años con El hombre sin rostro, una novela que conviene leer con mirada desprejuiciada para disfrutarla plenamente. «Soy un tipo extraño, o eso me parece», explica en esta larga entrevista con una bien medida de dosis de seductora pose alejada de los márgenes donde se mueven los enfants terribles de la literatura española oficialista. Luis Manuel Ruiz no es un tipo extraño a mi parecer, sino alguien auténtico, deslumbrante, con poso, con lecturas, que habla con propiedad y sinceridad. Un escritor con imaginación y con oficio.

Su nueva novela, El hombre sin rostro, sale publicada en Salto de Página, mientras que las seis primeras aparecieron en Alfaguara. ¿Por qué se produce este cambio de editorial?

Hay una respuesta sencilla a esta pregunta y otra complicada. La sencilla: Alfaguara no se interesó por ninguno de mis proyectos a partir del 2008, así que tuve que dedicarme a buscar nuevas orillas. Respuesta técnica, o XL: evolucioné como autor, comprendí que me interesaban aspectos y herramientas de la literatura que hasta el momento había explorado poco o nada, y al intentar ese avance dentro de mi vieja editorial, me di cuenta de que el jersey que tanto me había abrigado durante diez inviernos se había convertido en una camisa de fuerza. En fin, que lo que yo proponía era demasiado osado, estrafalario, fantástico, dudoso. Y Salto de Página, que es una editorial de referencia en al menos tres de los anteriores calificativos, me recogió amorosamente en su seno.

Por esta razón ha estado cuatro años sin editar.

Han sido cuatro años en los que me he replanteado muchas cosas. He tenido dos hijos, mi régimen de vida ha cambiado, he comenzado a vivir una existencia plenamente familiar. También como escritor sufrí una profunda crisis de fe. Hubo un momento, incluso, en que renuncié y decidí consagrarme a la Filosofía, y redacté bosquejos de dos o tres mamotretos que ahora andarán por ahí, entre trozos, ideas, amagos de otros relatos o novelas. Entonces, tuvo lugar mi epifanía personal: sí, sí que merecía la pena escribir ficción, siempre y cuando hiciera lo que a mí me gustaba sin detenerme en lo que otros pensarían al mirar por encima de mi hombro. Algo en mi interior luchaba por una literatura más libre, despejada, anárquica, espontánea. Y así llegamos hasta aquí y ahora.

Y escribe una historia híbrida, El hombre sin rostro, donde juega con los clichés del cómic y la novela de aventuras, de suspense, de ciencia ficción…

Quería sacudirme el polvo. De repente me di cuenta de que, sin yo querer, me había convertido en una especie de cliché de mí mismo: me dio vértigo y asco verme repitiendo eternamente la misma novela con los mismos ingredientes, con el mismo suspense mechado con el mismo relleno filosófico. Quería algo más radical, en el sentido literal de la palabra, la vuelta a la raíz. Me fui a mis orígenes como fabulador: las historias que admiraba siendo niño y adolescente. Así me salió El hombre sin rostro. Pero claro, es imposible rescatar al niño perdido sin cargar también con mucha de la basura y las algas acumuladas desde entonces: así nació esta historia híbrida, a la vez juvenil y otra cosa, también filosófica y tampoco.

Ha reconocido que no le importaría que esta obra hubiese sido un cómic. ¿Qué le debe usted al noveno arte?

Mucho. Empecé dibujando tebeos en libretas a los siete u ocho años, y ya entonces adquirí una noción rudimentaria de cómo debía contarse una historia y los elementos de que debía constar, el héroe, la chica, el malo malísimo, la intríngulis, el duelo, esas cosas. Luego esa estructura atávica, que ya es la de los cantares de gesta, se fue aliñando en mi caso con otras lecturas, pero en esencia siguió soterrada en mi subconsciente, alimentando mis argumentos. En este aspecto, mis referentes fueron, no necesariamente en este orden, Mortadelo, Tintín, Rompetechos, Adèle Blanc-Sec, Yoko Tsuno, El Caballero Luna, Los Cuatro Fantásticos. De más viejo, descubrí el resto de la escuela belga y a Alan Moore.

De entre los títulos que conforman su obra, ¿sería capaz de destacar un par de ellos y alegar las razones de tal selección?

Es difícil, pero creo que en primer lugar me quedaría con Sólo una cosa no hay, mi segunda novela, que apareció en 2000. Y lo digo no sólo porque la escribí en una especie de éxtasis (no había cumplido los treinta y acababa de firmar con la que entonces era la editorial más prestigiosa del país, y veía mi futuro empedrado con baldosas amarillas), sino porque luego me trajo cosas que todavía no acabo de creerme: traducción al inglés, críticas de infarto en Kirkus Reviews, edición en Gallimard, incluso venta de derechos a RTVE, que nunca hizo nada. Esa novela, y lo digo sin dolor ni nostalgia, ha sido el techo de mi reconocimiento, aunque ni siquiera es la que vendí mejor. La que vendí mejor es la segunda que elegiría, aparte de El hombre sin rostro, que es cascarón de huevo porque está recién salida: hablo de Tormenta sobre Alejandría, de 2008. Escribirla supuso para mí una especie de catarsis, de limpieza interior: durante años había deseado construir un relato sobre el significado de la Filosofía y el choque de trenes entre razón y fe, y todo lo metí en aquel batiburrillo de novela histórica, de aventuras, ideológica, satírica y no sé qué más. Sí, creo que esta es mi obra más sólida, en la que quizá más me reconozco como autor.

Ha reconocido en otras ocasiones que tiene varias novelas en el cajón. ¿Por qué no salen publicadas?

Me temo que soy un poco excesivamente prolífico, y lo cierto es que escribo con mucha mayor rapidez de la que publico. Como no paro de sufrir el acoso de las ideas, de inventar, de meterme en berenjenales no siempre satisfactorios, el monto de papeles sube sin cesar encima de mi mesa y va engordando dramáticamente los cajones, hasta que no cabe nada más. Pero finalmente, entre tirones y palancazos, los voy sacando de allí y publicándolos. Es lo que ha sucedido con El hombre sin rostro, y espero que ocurra también con otros de sus hermanos en el limbo.

¿Cuál de sus novelas le gustaría ver en un futuro en la gran pantalla?

Cualquiera estaría bien. Todas, si me apuras. Sí, hombre: todas. De la primera, El criterio de las moscas, se llegó a hacer un guión. La segunda, Sólo una cosa no hay, ya lo he dicho, llegó a ser vendida a RTVE. De Tormenta sobre Alejandría me robó el escenario y parte de los personajes el pérfido Alejandro Amenábar, usando, supongo, los servicios de algún telépata o médium.

Su comienzo literario vino de la mano de Arturo Pérez-Reverte. ¿Qué significa para usted el padre del Capitán Alatriste?

Pues no mucho, la verdad. Lo he visto tres veces en mi vida. El día en que me echó el cable presentando mi libro y diciendo esas cosas tan lindas sobre mí que aún me sirven para la promoción y un par de veces más en saraos y cosas. No creo que se acuerde ni siquiera de mí y probablemente no me reconocería si nos encontráramos en mitad de la calle. Por lo demás, le estaré eternamente agradecido por lo que hizo por mí. En calidad de autor, me gustan mucho sus cuatro o cinco novelas iniciales. Sobre las demás, no tengo comentarios que hacer: la mayoría no las he leído.

Se confiesa un deudor confeso de Borges.

Él fue el que me convenció para hacerme escritor, de que merecía la pena intentarlo en serio. Me he pasado años enteros copiando su estilo, remedando sus defectos, revisitando sus obsesiones, muchas de las cuales, seguramente por contacto, son también las mías. Es el único autor, junto con Cortázar, que suelo tener encima de la mesilla para leer entre huecos, con el fin de volver a mí mismo. Es una especie de tónico, de cordial. Leer a Borges es regresar a casa. Él murió en 1984 y yo nací en 1973; estos dos hechos, que me perturban enormemente, quieren demostrar que yo no puedo ser reencarnación suya. Y quién soy yo para desmentir los hechos.

Algunos temas recurrentes en su obra son las bibliotecas, los dobles, la metafísica, Alemania, la música, las momias, los museos… ¿Qué significan estos temas para usted?

Pues todo. Arranco a inventar cualquier historia, cosa que me sucede con cierta asiduidad, y sé casi con resignación que a la vuelta de la primera esquina me espera uno de esos fantasmas: el hombre que soy yo pero no, la máscara, el resucitado, el país de los filósofos y los asesinos, los violines y el clavecín. Hay un cuento de Borges (otro de los fantasmas) en que un hombre traza signos al azar en un enorme lienzo durante su vida; al alejarse y mirarlo desde la distancia, descubre en él su propio rostro. No, no es un cuento, es una anécdota que él recrea en uno de sus prólogos, creo que el de El Hacedor, pero da lo mismo. Yo junto todo eso, las momias, los alemanes, la música, la metafísica, y veo a lo lejos mi perfil como en un retrato de Arcimboldo.

Tiene publicado un solo libro de cuentos, Sesión continua. ¿Por qué se ha prodigado tan poco en este género?

Por razones editoriales, supongo. Tengo escritos mucho más cuentos, y creo que no están mal. Pero nunca me he parado a juntarlos, coserlos y convertirlos en libro. De cualquier modo, es algo que tengo intención de remediar cualquier día de estos. En realidad, por defecto borgiano (o borgeano, como dicen los puristas), yo siempre me creí más cuentista que otra cosa, y es verdad que el disfrute de un cuento bien redondeado la novela sólo lo roza de lejos, porque es larga y de pies lentos. Pero el destino decidió que yo tenía que hacer cosas con personajes y capítulos, y otra vez: ¿quién soy para contradecir no sólo los hechos, sino el orden previsto de los hechos?

¿Piensa que el género del cuento está ganando adeptos?

Sí, ¿no? Ahí está Páginas de Espuma, que se ha convertido en un referente nacional, y esa camada de nuevos autores, reconocidos, que se han dedicado prácticamente sólo al cuento, como Jon Bilbao. También está el auge del microrrelato: la prosa tartamuda y epiléptica del SMS, del Whasapp y demás inventos impone nuevos géneros hijos de la aceleración y la prisa. Cosas que leer en el metro, entre parada y parada, que poder detener a tiempo antes de que el silbato se te lleve la estación correcta del cristal de la ventanilla.

¿Alguna recomendación para los jóvenes o los noveles que están intentando abrirse camino en el mundo literario?

Uno nunca sabe cuándo está abriéndose camino o cuándo ha llegado. Yo muchas veces creí llegar a algún claro, y eso me hizo detener los machetazos, y perderme más. Que sigan golpeando a la maleza, o a lo que venga.

¿Cómo vive la exigencia cada vez más acuciante de sacar al escritor de su reducto íntimo y exponerlo como objeto de consumo, al menos por parte de las editoriales grandes?

Mira, te voy a contestar con mi historial clínico. Soy un individuo de tendencias marcadamente autistas y sufro cada vez que tengo que encontrarme con otra persona. No soporto conocer gente nueva, cosa que evito hasta lo irremediable, y la noche anterior a una cita con otro ser humano la paso en vela, comido por los nervios. Creo que estos datos servirán para sugerir a las claras cómo puedo sentirme ante focos o cámaras. De joven, cuando toda el alma de uno se encuentra en el ombligo, el foro público ofrece algún atractivo; luego resulta odioso: como escribió Pascal, todo lo malo que nos sucede en la vida procede de no quedarnos en casa.

¿Se ha encontrado en un mercadillo o librería de viejo alguno de sus libros?

No. Pero ojalá un día me ocurra: significará, como dice la publicidad de la librería Gilbert Joseph de París, que mis libros han tenido varias vidas.

¿Qué significa la filosofía en su vida?

Ay, cómo decir esto. En realidad, yo soy filósofo, pero un azar incontestable me obligó a convertirme en narrador. Mi alma, sin embargo, aprovecha la mínima para elevarse hasta el mundo de las ideas, donde todo está más limpio y huele mucho mejor. Una frase de la Ética a Nicómaco de Aristóteles que me repito a menudo resume el asunto mejor que ninguna otra: “lo mejor es no nacer; pero una vez nacido, lo mejor es ser filósofo”.

¿De qué vive usted?

De la función pública: soy profesor de secundaria. Gonçalo Tavares, gran escritor y mejor persona, que da clases de Teoría del Conocimiento en la Universidad de Lisboa, me lo resumió así una vez: el Estado es mi sponsor.

¿Podría describirnos un día cualquiera en su vida?

Me levanto cuando mi hijo mayor me llama, alrededor de las siete y media. Me tomo un kiwi, un vaso de agua y una pastilla para la hipertensión. Hago el desayuno para mí, mi mujer y mi hijo. Me visto y llevo a mi hijo al colegio. Conduzco durante media hora hasta llegar al instituto en que trabajo, lapso que aprovecho para escuchar música barroca, clásica o jazz. Doy clases y asisto a reuniones hasta las tres de la tarde. En los huecos, leo. Escribo la novela o los cuentos en que estoy metido. Luego más coche, más barroco, más jazz. Llego a casa a las tres y media y recaliento la comida que mi mujer ha cocinado. Converso con mi mujer y mi hijo mayor hasta las cinco y diez, con un café por delante, mientras mi hijo pequeño duerme. Llevo a mi hijo mayor a sus actividades extraescolares y aprovecho para comprar en el hipermercado. Recojo a mi hijo de las actividades extraescolares y lo baño, a él o al pequeño. Preparo las cenas para mis hijos y se las doy. Me preparo mi cena y la tomo sentado en la mesa del salón, mirando los estantes de los libros. Juego o converso con mi mujer y mis hijos hasta las nueve de la noche, en que acuesto al mayor. Le relato una historia sobre la colcha, antes de dormir, siempre con los mismos protagonistas, dos aventureros llamados Tom y Mike que viajan por el mundo. De nueve y media a diez y media, veo televisión con mi mujer: series españolas, programas de concursos, entrevistas. A las diez y media nos acostamos. Me duermo rápido. Me despierto de súbito a las cuatro o cinco de la mañana y encuentro una idea para una nueva novela.

¿Su vida es como la imaginó?

No, por suerte. De lo contrario, llevaría una aburrida existencia en algún inmueble de París, leyendo sin parar y escribiendo cuando me apeteciera, visitando museos, conciertos y funciones de ópera y compartiendo veladas con autores de primera magnitud, mientras, en las ventanas, lucen fotografías a color como las de Robert Doisneau.

¿Cuáles son las cualidades que más aprecia en la gente, en sus amigos?

En primer lugar, que se pueda permanecer junto a ellos en silencio: cuando la gente usa las palabras como pegamento, se las carga. Luego, paciencia; bondad; la buena educación, eso que aquí en el sur se llama frialdad; la inteligencia.

¿Con qué odia perder el tiempo?

Ejemplos: con la vida del vecino del quinto; con la vida del tipo que trabaja en la tercera mesa de la oficina; con la vida de un cuñado tuyo que hizo esto y lo otro y al que no puedes ver por tal y por cual. Con las vidas de personas que no me interesan lo más mínimo.

¿A qué le tiene miedo?

Al dolor de mis hijos.

Una razón para leerlo, señor Ruiz.

¿Divertirse? ¿Escapar? Durante un tiempo creí que esos motivos bastaban. Ahora no sé. No sé qué escapatoria puedo prometer. Curiosidad, tal vez. Soy un tipo extraño, o eso me parece. No soy a lo que estoy habituado. Eso puede resultar exótico a alguien, como un monstruo de feria.

Saramago afirmaba que escribir es un trabajo, que el escritor no es un ser extraordinario que espera las hadas. ¿Está de acuerdo?

Sí, claro. Yo tampoco creo en musas, ese es un cuento que ha hecho mucho daño. Tiene su empaque y tal, pero no. En mis días de gloria, invertía hasta cuatro horas diarias en escribir. Ahora no tanto, pero trabajo con la misma intensidad, y si algún mérito hay en mi obra, se lo debo todo a ese esfuerzo. Las ideas, como he apuntado por ahí, son hijas del insomnio; el resto, del cansancio.

Cuando escribe, ¿qué busca?

Ver. Abrir una mirilla en una habitación. Oír. Pegar el oído al empapelado del muro y sorprender una conversación. Estar ahí sin ser visto, olido, tocado. Enredarlo todo, tender hilos, combinarlos, desbaratarlo todo, ver sufrir y amar, y entenderlo.

¿Ser novelista es jugar a ser deicida, como postula Mario Vargas Llosa?

¿Deicida? No. Qué tontería. La novela es la mayor demostración que hay de la existencia de Dios. ¿Qué sería de Emma Bovary sin Flaubert, de Anna Karénina sin Tolstoi? Una mano ha creado esos seres; por analogía, podríamos pensar que otra nos ha trazado a nosotros.

¿Cómo se clasificaría como escritor?

Lúdico, supongo. Una vez, en un congreso, me metieron en una mesa redonda que se llamaba así, «literatura lúdica», y creo que acertaron. Me encantaría que el lector, después de cerrar mi libro y dejarlo en la estantería, sonriera cada vez que viera el lomo al pasar. Como un viejo amorío, sin compromisos, que se fue y es grato recordar.

¿Piensa en un lector determinado al crear?

En alguien con mis propios gustos, supongo. Alguien que ame las historias con intriga, con giros inesperados, personajes irrompibles y horizontes lejanos. Aparte, alguien que sepa apreciar los matices del lenguaje, sin los cuales los otros son inútiles.

¿Tiene alguna superstición a la hora de escribir?

Las tuve, en su día. Escribía en folios de colores siguiendo una pauta, de cinco a ocho de la tarde, con bolígrafos de tinta negra que no podían tener el capuchón mordido, usando carpetas también de colores en que guardaba las líneas a mano… Todo pasó. Las obligaciones me han enseñado que he de aprovechar el mínimo resquicio de tiempo posible y eso no me permite la lealtad a las manías.

Para escribir no puede faltarle…

Al menos, ocho horas de sueño reparador y sin interferencias.

¿Le dedica mucho tiempo a la escritura?

En mi situación actual, procuro que sea, al menos, de una a dos horas diarias.

¿Corrige mucho? ¿Es muy perfeccionista?

Corrijo mucho, y soy perfeccionista, aunque no tanto como antes. Me di cuenta de que la mucha tachadura podía arruinar la espontaneidad de la frase. En fin, está el adagio aquel famoso de Coleridge: un verso ha ser el resultado de un año, pero parecer haber sido escrito en una mañana.

¿Ordenador o a mano?

Depende de lo que persiga. El ordenador da mayor espontaneidad, desenvoltura, irresponsabilidad, porque todo puede borrarse. El bolígrafo, por el que suelo decantarme, es más sincero y moroso, no tiene prisa. Los monólogos, las confesiones y la filosofía salen mejor a mano; para lo otro, el teclado.

Usted ha impartido clases en talleres literarios. ¿Qué opinión le merecen?

Nunca volveré a hacerlo. No me siento capacitado. Además, enseñar trucos me provocaba la misma impresión de desnudarme para enseñar las cicatrices o los tatuajes. No digo que no haya gente a la que no le aprovechen, pero a mí me dio mucha vergüenza.

¿Qué sería de su vida si no pudiera escribir?

¿Por qué no iba a poder escribir? Algún ratillo habría por ahí para rellenar algo en algún papel, ¿no? Si uno quiere, puede.

¿Recuerda cuando fue la primera vez que se sintió escritor?

Yo salía con un primo mío que era intelectual. Él tenía tres o cuatro años más que yo, llevaba gafas, escuchaba jazz y leía a Sartre y a Camus. También escribía cuentos muy pesimistas sobre depósitos de cadáveres en los que se reducía a personas a números y llovía y eso. Yo quería ser como él. Entonces empecé a escuchar jazz y a leer a Sartre y a Camus y a escribir cuentos nublados donde la vida era insoportable y sublime. Tenía dieciséis años y me sentí escritor.

¿A quién le deja leer sus manuscritos antes de ser editados?

A mi mujer, si ella se deja.

¿Cuáles son sus afinidades literarias?

La literatura fantástica, en general. La literatura de terror. La ciencia ficción. La literatura filosófica, aunque no sé qué es esto. La literatura humorística. No sé, cualquier cosa menos el realismo directo, que me aburre soberanamente si no es ruso.

¿Hay algún estereotipo de escritor en el que odiaría caer?

Ese tío que mira desde la foto de la solapa con la cabeza inclinada, como cargando con todos los males del mundo, mientras en el texto de contra aparecen expresiones del tipo de “condición humana” o “retrato de una época”.

¿Necesita silencio para escribir o le gusta escuchar música?

Mejor en silencio. En el pasado usaba la música como estimulante, igual que el tabaco, pero ahora prefiero pensar en el vacío.

Es usted un gran aficionado al jazz.

Sí, sí. Sé que es difícil de entender y aún más de explicar, pero es de las mejores cosas que me ha dado la vida. Empecé a oírlo por esnobismo, por el primo este del que he hablado antes, y también por Cortázar, claro, pero luego se me quedó. Y ya que lo has mencionado, aprovecho para poner aquí los nombres de individuos a los que el común de los mortales no conoce de nada y que siguen siendo para mí una fuente de felicidad inagotable: Cannonball Adderley, Oscar Peterson, Lee Morgan, Lou Donaldson, Grant Green, entre otros muchos.

¿Cómo podemos adquirir herramientas para saber mirar?

Eso quisiera saber yo. Llevo gafas desde los diez años, y aún trato de enfocar las cosas con nitidez.

¿Por qué leer?

¿Por qué existir? A mí leer es algo que me viene dado, es el ser. Una vez escribí un cuento de un tipo al que le impiden leer libros por una enfermedad o cosa así y acaba leyendo las nubes, los arabescos en los troncos de los árboles, las gotas de lluvia. Leer es dar sentido.

¿Leer es vivir?

Eso.

¿Qué tipo de lector es?

Omnívoro. Literatura, filosofía, divulgación científica, enciclopedias. Preferentemente, de interior, y mejor en una cafetería, y con pasteles. Me gusta pasear con un libro en la mano o en el bolsillo del abrigo aunque no vaya a leerlo, me da seguridad, me siento protegido y amado a la vez.

¿Cuáles son las claves de un buen lector?

El que desaparece dentro del libro. El secuestrado, el que no oye, ni siente ni huele mientras recorre las palabras.

¿Cuántas horas diarias dedica a la lectura?

Ahora, pocas. Dos o tres, si tengo suerte. De joven, leía ocho horas diarias, una jornada laboral completa. Era muy feliz.

¿Qué ha aprendido de sí mismo leyendo que no hubiera podido aprender solo?

Yo lo he aprendido todo de mí mismo leyendo. Gadamer dice que la única comprensión que existe es la autocomprensión: al leer, te lees a ti mismo y te das sentido. Eres tú el que sufre con la muerte de Patroclo, y no Aquiles; a ti te encarcelan de por vida, y no a Edmond Dantés; es tu vida la que carece de rumbo, y no la del abúlico Mersault. Como dicen los Upanishads, tat tuam asi: tú eres eso.

¿Cuál es su sitio preferido para leer?

Un sillón bien mullido, con luz apropiada y la casa vacía. Un café bien repleto, con olor a pastel y mujeres hermosas al otro lado de la cristalera.

¿Quién le enseñó a leer?

Según la mitología familiar, aprendí solo, con tres años. Yo cogía los tebeos que había por ahí y un día mi madre se aterró al oírme pronunciar las palabras de Mortadelo en una viñeta. Es probable que fuera obra de mi abuelo, que solía cuidarme, pero como él lleva muerto mucho tiempo nunca pudo desmentir el mito fundacional.

¿Cuáles fueron sus primeras lecturas?

Mortadelo y Filemón, El Botones Sacarino, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio, Rompetechos, Tintín, Astérix, Superman, Batman, Los Cuatro Fantásticos, El Hombre de Hierro. El primer libro que leí entero fue La historia interminable, de Ende.

¿Qué libros le han emocionado en su vida?

Muchísimos. Que recuerde con especial intensidad, Crimen y castigo, que leí a los quince años, y El túnel, de Sábato, poco después. Me veo en la cama, ya en mi época de facultad, deslumbrado por La consagración de la primavera, de Carpentier. O a las tantas de la mañana, sin poder parar de leer El hombre que fue Jueves. Gracias a todos, amigos.

¿Cuáles son sus autores preferidos?

No caben todos aquí, pero haré un intento, y no están en orden: Borges, Cortázar, Calvino, Pessoa, Poe, Kafka, Lovecraft, Lem, Bioy Casares, Buzzati, Perucho, Baroja, yo qué sé. De los actuales, Pablo de Santis.

¿Qué título reciente le ha dejado sin aliento?

El viviente, de Anna Starobinets. Creo que aquí lo han traducido como El vivo, pero no sé. Es una distopía ambientada en un mundo donde la gente no muere, sino que pasa su identidad de cuerpo en cuerpo, gracias a la información computerizada. Starobinets es una joven autora rusa de ficción fantástica, obsesionada con los insectos y la muerte, una lectura de lo más recomendable. Ahora ando con su primer libro de cuentos, Una edad difícil.

¿Con cuál se ha reído últimamente?

Pues no sé. Hay un clásico de Martín Gardner con el que me lo pasé muy bien, Fads and fallacies in the name of Science. El subtítulo reza: “Las curiosas teorías de los modernos seudocientíficos y los extraños, divertidos y alarmantes cultos que las rodean. Un estudio sobre la ingenuidad humana”.

¿Un libro que relea con frecuencia?

El aleph, Ficciones, Historia universal de la infamia, Otras Inquisiciones.

¿Hay algo mejor que hacer que leer?

Que me digan qué es.

La lectura, ¿va a menos?

No, la cantidad no: yo creo que la gente lee más que antes. Que eso signifique que lee mejor es otra cosa.

¿Qué es el libro para usted?

Lo es todo: el lugar en que refugiarme en caso de tormenta, el sitio en que pasar las vacaciones, la alfombra que me aguarda al regresar a casa, la casa. Si uno abre un libro y lo coloca bocabajo, ¿qué forma tiene? Un tejado a dos aguas.

¿Los muchos libros matarán al libro?

No, claro que no. Hay algo inalterable e indestructible, el Libro platónico, la Forma del libro, que resistirá a todos los avatares y los intentos por reducirlo a pulpa. Para el Islam, el Libro, que en su caso quiere decir el Corán, es un atributo eterno de Dios, connatural a su esencia y, como Él, eterno. Algo similar sucede con la sefirá Hokhmah de los cabalistas, la Sabiduría de Dios, donde reside la Torá.

¿Cuál es su relación ahora con los libros?

La de siempre: amor y dependencia. Fetichismo. Ansiedad. Claros síntomas de desorden mental. Bibliopatía. Bibliofagia. Compra compulsiva. Acumulación.

¿Cómo los cuida?

Jamás se tocan con las manos sucias. No se abren más de la cuenta, porque el lomo y las costuras se resienten. Nada de anotaciones, ni páginas dobladas. Los abigarro en montones sólo porque el espacio, que es cruel, me obliga a ello.

¿Los presta?

Mi amigo Javier Mije, gran autor también él, dice que hay dos clases de tontos: los que prestan libros y los que los devuelven.

¿Hay algún olor que relacione con los libros?

El de la vainilla. Y esto tiene una explicación química muy simple. La lignita, que es el polímero que hace que los árboles conserven la verticalidad, está molecularmente emparentado con la vainilla. Al romperse para convertirse en papel, libera un olor muy similar a ella. Eso hace que al entrar en una librería, preferentemente anticuaria, se despierte nuestro apetito por la literatura.

¿Dónde suele compra los libros?

Ahora, casi exclusivamente por Internet. En concreto, uso el portal Abebooks, que es una tienda de segunda mano que cubre los principales países de Europa y América del Norte. Ahí puedo encontrar casi de todo. Sudamérica sigue siendo terreno prohibido, por desgracia. Comprar allí a distancia es arriesgarse a perder el dinero y a que saqueen sin misericordia tus envíos.

Las librerías de viejo son para usted…

La cámara de las maravillas. El lugar donde puedo encontrar todo lo sorprendente, maravilloso y terrible que nos depara la realidad. Un lugar en que perderse, una burbuja fuera del espacio y del tiempo kantianos donde no rigen las coordenadas de todos los días. Cualquier día me encuentran tieso dentro de una de ellas, al fondo, incapacitado para liberarme de los tentáculos de tantos volúmenes deliciosos.

¿Cuándo fue la última vez que pensó que se había gastado demasiado dinero en un libro?

Hace poco, adquirí en Abebooks un delicioso tratado de Filosofía, Estética, Historia del Arte y de la Ciencia que se llama Wonders and the Order of Nature, 1150-1750, de Lorraine Daston y Katharine Park. El libro ya en sí es caro, pero además tuvieron que mandármelo desde Canadá. Compensé el gasto con tres meses de sequía bibliográfica.

¿Cuántos libros suele comprar en un año?

Ni idea. Un número delirante, según mi mujer.

¿Alguna manía u obsesión con los libros?

Lo que he mencionado antes: las manos siempre limpias, nada de dobleces ni arrugas, llevarlos encima como talismán.

¿Recibe novedades editoriales? Si es así, ¿qué hace con los ejemplares que no le interesan?

Intento donarlos a una biblioteca pública, pero muchas de ellas son excesivamente remilgadas y no se quedan con todo. Los vendo a una librería de viejo, si encuentro una; hago bookcrossing abandonándolos en el velador de un café o en el alféizar de una oficina pública.

¿Alguna mitomanía?

Muchas. Por suerte y por desgracia, no soy millonario, porque de lo contrario habría extenuado mis arcas en persecución de primeras ediciones y ejemplares raros.

¿Posee ex libris?

No. Firmo los libros con mi nombre, el lugar y la fecha en que los adquiero, eso sí.

¿Están sus libros limpios de notas y subrayados o los marca de alguna de manera?

Depende de la época de mi vida en que los adquiriera y para qué. Los de estudiante o los que compré para documentarme sí tienen acotaciones. Los demás no, y me cuido mucho de que no se ensucien. Como comprador habitual de segunda mano, me gusta descubrir las notas y los trazos de los anteriores dueños: es como compartir las lecturas. Como reconstruir la vida, los milagros y el talante de un antepasado muerto.

¿Qué opina de ese fenómeno comercial que es la Feria del Libro?

Que es eso, un fenómeno comercial. A mí me gusta mucho más, de lejos, la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. La de Madrid, en Recoletos, es la mejor, por tamaño y cantidad de volúmenes.

¿Tiene libro electrónico? Y si es así, ¿cuál?

Sí, tengo un Sony Reader de color cereza, que uso bastante. Sobre todo, para acceder a los catálogos libres de derechos, como los de archive.org, y leer a los clásicos. Todos los ingleses y franceses del siglo XIX están ahí, en ediciones muy esmeradas. El Sony también me permite leer pdf, lo que es muy útil para libros fuera de circulación.

¿Qué opinión tiene sobre el libro electrónico?

Buena. Nos permite leer cosas que de otro modo permanecerían inasequibles. Cierto que no posee el estilo y el aroma de los viejos libros de siempre, pero todo es acostumbrarse.

¿Cómo luchar contra la copia ilegal de libros electrónicos?

En primer lugar, educando al lector y convenciéndole de que, contra lo que se piensa, no todos los libros son cultura y no toda la cultura es pública. Luego, supongo que abaratando los precios. El formato electrónico sigue siendo demasiado caro para lo que oferta, sin gasto de papel, maquetación, distribución ni diseño.

¿Cuál es el futuro del libro?

Convertirse en una pieza venerable y fantástica como el gramófono y el sombrero de copa.

Su biblioteca es…

Pues una especie de museo de mi vida. Recorriéndola uno puede reconstruir arqueológicamente qué hacía yo en tal sitio y tal año, qué me interesaba, a qué aspiraba y por qué. Hay ahí amistades, romances, rupturas, triunfos y debacles.

¿Hay muchos libros en su biblioteca?

Sí, unos cuantos. Según mi mujer, que la encara como una rival, demasiados.

¿Cuál es el número idóneo de libros para su biblioteca?

Ni idea. Si por mí fuera, llenaría la casa de libros, incluidos los dormitorios, como en aquella novela de Bohumil Hrabal. A veces, los niños se los encuentran por los pasillos y juegan a abanicarse o a apilar ladrillos.

¿Qué género predomina?

El fantástico, creo. Luego el policíaco. La Filosofía. La Historia. Las memorias.

¿Cómo la clasifica?

No la clasifico. Me oriento por intuición. Ese es el motivo de que nunca encuentre lo que busco y que choque, gratamente, con algo que no pensaba encontrar.

¿Alguna peculiaridad?

Tener una biblioteca es ya, supongo, una peculiaridad. Un día un vecino entró en casa para no sé qué, miró pasmado a su alrededor y me preguntó: pero… ¿tú te has leído todos estos libros? Y no, no me los he leído. Porque, como escribió Schopenhauer, ojalá con cada volumen se pudiera comprar el tiempo que dedicarle.

¿Cómo debe formarse una biblioteca?

Con paciencia. Con despreocupación. Con generosidad.

¿Dónde ha conseguido los libros más curiosos de su biblioteca?

En las librerías de viejo, sin duda, y ahora por Internet. Un amigo que conoce mis manías me regaló un doceavo de Cicerón del siglo XVIII que habría sacado no sé de dónde.

¿Cuál es el libro más raro de su colección?

Por mi cuadragésimo cumpleaños, mi mujer me regaló una pequeña joya: la edición en dos volúmenes de la obra completa de Spinoza, publicada en Jena en 1802, Opera quae supersunt omnia, con el grabado original del retrato y todo. A veces me siento a hojearlo y aspiro el aroma a estanque de los siglos que se eleva de cada página.

¿Y el más caro?

Ese mismo, aunque lo conseguimos a buen precio.

Acumula todo tipo de objetos en las baldas de su biblioteca…

Como se ve en las fotos, colecciono postales, juguetes, máscaras, discos, libretas y lo que tenga a bien ir llegando procedente de distintos naufragios.

¿Qué libros tiene en la mesa de noche de su dormitorio?

Borges y Cortázar nunca faltan, en las rancias y adorables ediciones de Alianza en que los recorrí por primera vez. Ahora, creo que tengo el de Starobinets que he mencionado, otro de cuentos de Thomas Ligotti, microrrelatos de Muñoz Rengel, una novela de Emilio Bueso y la biografía de Spinoza de Steve Nadler.

¿Hace expurgos con frecuencia?

Hice un doloso escrutinio hace cosa de tres o cuatro años, porque me di cuenta de que había acumulado mucha suciedad inesperada. Desde entonces, trato de desprenderme de la menor cantidad posible de títulos.

¿Contiene libros en otros idiomas?

Sí, claro. La mayor parte del fondo es en castellano, pero guardo una cantidad importante en francés, de cuando estudiaba en París, y, sobre todo, en inglés. La verdad es que la mayor parte de lo que compro es en inglés, porque el mercado de segunda mano suele ser mucho más barato. También tengo cosas en italiano, mayormente las ediciones de Calvino y Buzzati, a los que adoro.

¿Qué biblioteca ha visitado y le ha fascinado?

La Bibliothèque Nationale de París. La British Library de Londres.

¿Y librería?

No sé, muchas. Cualquiera de las que salpican la famosa Charing Cross de Londres, que podría pasarme la vida subiendo y bajando.

¿Qué biblioteca le gustaría visitar?

La Nacional de Buenos Aires, supongo, por eso de que Borges fue director. Y la de Spinoza en La Haya, que no es exactamente la suya pero contiene copias de todos los volúmenes que llegó a poseer.

Luis Manuel Ruiz (Sevilla, 1973) alterna la docencia con la colaboración en diversos medios de comunicación. Ha publicado las novelas El criterio de las moscas (Alfaguara, 1998), Sólo una cosa no hay (Alfaguara, 2000), Obertura francesa (Alfaguara, 2002), La habitación de cristal (Alfaguara, 2004), El ojo del halcón (Alfaguara, 2007), Tormenta sobre Alejandría (Alfaguara, 2009) y El hombre sin rostro (Salto de página, 2014), así como el libro de cuentos Sesión continua (Algaida, 2010). Ha ganado, entre otros, el I Premio de Novela Corta de la Universidad de Sevilla, el Premio Internacional de Novela de la Feria del Libro de Frankfurt 2001 y el VII Premio Iberoamericano de Relatos Cortes de Cádiz. Sus obras han sido traducidas a cinco idiomas. Blog.