Los hemisferios

Mario Cuenca Sandoval

Los hemisferios

Seix Barral (Barcelona, 2014)

544 páginas / 20,50 € (rústica) · 14,99 € (epub)

La novela Los hemisferios es una imagen partida en dos, dos novelas complejas, dos historias que parecen la misma, pero que realmente no tienen nada que ver. Una, la de Gabriel, la de Vértigo, ordenada y cabal, la otra, la de María, la de Ordet, salvaje y onírica. Así que pensé: si sus protagonistas pueden permitirse un ataque de singularidad selectiva, ¿por qué no escribo yo una crítica bipolar como homenaje a ellos? La crítica de Gabriel y la crítica de María Levi. Las críticas de la razón y del sueño. Un recorrido por los puntos cardinales del libro de la mano de sus dos protagonistas.

La crítica de Gabriel

Mario Cuenca Sandoval (1975) es un escritor nacido en Sabadell de simpatías andaluzas, con una trayectoria tan brillante como dilatada, comprimida imposiblemente en apenas una década plagada de premios, menciones, obras y reconocimientos, entre los que destacan el Surcos de Poesía (2004) o el Andalucía Joven de Narrativa (2007).

Los hemisferios (Seix Barral, 2014) es una novela española de simpatías francesas, con una trayectoria casi tan dilatada -e incluso múltiple- como su autor. Una de esas novelas que ponen a prueba al lector, que exigen, que demandan, que piden de este una capacidad de abstracción e imaginación innegociables, anulando que nadie pueda ampararse simplemente a leer lo escrito, y sí en afanarse a construir la novela alrededor de sí mismo conforme la lectura avanza.

Esta, al menos, parece la intención de su autor, presentar un desafío al lector, un ejercicio de realidades y variables que nos ofrezcan la oportunidad de sumergirnos en un imaginario tan vasto como selectamente escogido.

Abierta en canal y troceada en ángulos, Los hemisferios es de hecho un cuadro tipo de literatura bipolar. Dos novelas, dos visiones, dos mundos, dos heridas, dos escritores, que ocupan una sola mente: la del lector.

Como creo que le va como anillo al dedo, o martillazo al pie, no me voy a resistir, y voy a decir que con Los hemisferios ocurre como con aquel viejo chiste de Jaimito y los continentes, pero a la inversa.

Lo que en primera instancia se adivina en la novela de Gabriel como un thriller embebido del clasicismo estructural y el giro argumental del más difícil todavía del Vértigo de Hitchcock, se transformará páginas después, noventa grados más tarde, en la novela de María Levi, un ejercicio de fe que tiene en el Ordet de Dreyer sus mayores virtudes. Una lucha, un baile entre el hemisferio izquierdo y el derecho en pos de un fantasma, del recuerdo físico de una persona, de una búsqueda representada a través del sistema nervioso de dos individuos totalmente distintos, que en una herencia cervantina, quizás acaben heredando más de un rasgo de su otra mitad.

Si la película es Vértigo, quizás el libro de cabecera de Gabriel sea Rayuela. Quizás aún esté en París, buscando a la Maga en un número infinito de realidades, solo para acabar encontrándola en otra novela.

En la rica narrativa de Cuenca Sandoval abundan las referencias, propias y ajenas, al cine, a la literatura, a la música, al propio universo autorreferencial de la novela. Por el camino encontraremos alicientes y materiales de sobra como para construir nuestro propio paisaje literario, nuestra propia reflexión, descubriendo historia tras historia, desnudando capa tras capa, el cerebro de una persona como a la proverbial cebolla. Aunque quizás sea más oportuno decir, desnudando en el cerebro de Gabriel, reconstruyendo en el de María Levi.

Con estos referentes, es posible que sobre decir que no es Los hemisferios una novela de digestión ligera, de siesta y playa, de página de buenas noches, sino más bien de estudio, reflexión y libreta.

La pregunta para mí es obligada, y supongo que algún futuro lector la vislumbrará: si son dos versiones distintas, ¿podríamos empezar Los hemisferios por cualquiera de sus novelas? A lo que yo contestaría: ¿y por qué no?, atreviéndome incluso a proponer un ejercicio tan apasionante como es el de ir restando grados o capítulos a cada novela al mismo tiempo, en una lectura a dos frentes, subiendo y bajando hasta encontrarse en el ecuador de los cuarenta y cinco grados con una idea repartida en dos cabezas.

Una idea tan horrible como cualquier otra, pero que yo personalmente guardaré para una futura relectura.

La crítica de María Levi

Ahora es cuando el nihilismo generacional de la gran fruta robot nos dice que la mejor de las críticas no es ni la mitad de buena que la peor de las novelas. Y eso es algo que María Levi sabe sobradamente y sin llevar bombín.

Yo no intentaría explicar nada.

Me limitaría a desabrocharme el cinturón de seguridad para que el impacto fuera mayor, a hurgar con un placer salvaje en cada herida producida, como si las palabras acribillaran el cuerpo con la misma rapidez que horadan la mente.

Pasearía en pelotas por el paisaje onírico, desolado, soterrado y hermoso, futurista y caduco, que nos ofrece Levi, sin certezas ni paraguas, sin tener en cuenta uno solo de los pensamientos de Gabriel. Sin preocuparme por encontrar una verdad, un reflejo, una respuesta. Después de todo, siempre queda la posibilidad de que todos estemos contando la misma historia, de que todos estemos dando nuestra propia versión de los hechos. Puede que ambas novelas sean la misma, la misma luz solo deformada por el prisma en los ojos del lector. O del narrador.

¿Qué realidad es más real, la interior o la exterior?

Casi parece que alguien se haya quedado dormido al volante, que en un segundo imposible, la crisálida del sueño haya dado lugar a una transmutación kafkiana, erigiendo al ser que emerge de este paraje químico, como el primero de una nueva especie.

Hay una vida dentro de la vida, allá donde términos como El Tercer Estado, El Supremo Montaje, El Habla o El Traductor tienen un sentido único, una verdad cifrada. Por el momento son solo palabras, y aún sin la visión aburguesada, cabal y literaria que nos ofrece Gabriel, aún sin imponer la forma al contenido como querría María, seguirían siendo solo eso, palabras.

Hermosas, desordenadas, y punzantes.

David Hernández Ortega