Luis Mateo Díez
La soledad de los perdidos
Alfaguara (Madrid, 2014)
584 páginas / 18,50 € (papel) · 9,99 € (Ebook)
Ambrosio Leda transita a través de la Ciudad Sombra desde hace años sin que el tiempo pase jamás por la bruma infinita de sus calles. Con esta premisa aproximada se invita al lector a recorrer junto a él sus calles, caminando de puntillas por el estigma de los perdedores y el olvido de la memoria. Un mapa que recorre la geografía de la ciudad de los exiliados como una enorme cicatriz de callejones y ruinas, supurando pérdidas y penurias en un tiempo inconcluso, herido de abulia en el corazón de una realidad que ya nunca cambiará.
Con La soledad de los perdidos (Alfaguara, 2014), el escritor Luis Mateo Díez parece devolver a la vida un pedacito del reino de su Celama personal y los ecos de la Comala de Juan Rulfo, trayendo consigo parte de esa irrealidad fantasmal y tétrica de la gran literatura del siglo pasado, arraigada ahora en el imaginario de la posguerra española, con un leve eco de aquellas calles y escenarios surrealistas en los que transitaran hace ya mucho escritores tan célebres como Valle-Inclán.
Si aceptamos que un escritor inteligente es aquel que usa su herencia (y en la literatura toda palabra escrita antes que nosotros es nuestra herencia y legado) para crear algo nuevo, convendremos que de ser así, Luis Mateo Díez demuestra con esta novela ser uno de los mejores y más inteligentes escritores de su tiempo. Un tiempo, como Balma, que abarca mucho más que un puñado de años o décadas.
En estas páginas, imbuidas de una prosa etérea pero precisa, trágica pero divertida, la desgracia y el remordimiento han quedado suspendidos sobre la ciudad como una mortaja; eterna niebla que jamás se disipa, manteniendo la humedad sanguinolenta de las ropas de los caídos, pegando la culpa de la derrota a su piel.
Es el estigma de los perdedores. Los más grandes villanos, culpables del mayor crimen conocido; el de perder la guerra. La identidad. La tierra.
Porque si la historia la escriben los vencedores, Mateo Díez parece decirnos que la narración de los perdedores solo puede cobrar vida fuera de ella; fuera de la historia, del tiempo, y de la realidad. De las certezas del sol y la luz. La historia de los perdedores es como la niebla; incierta, huidiza y desconocida.
Es por eso que los personajes que dibuja el maestro Díez parecen no estar nunca del todo despiertos. Tampoco lo están dormidos; se balancean salvajemente entre el estado de vigilia y el sueño, hipnóticos, sobre una cuerda de equilibrista tendida sobre el precipicio del tiempo, en la que mantienen a raya el vértigo como perfectos funámbulos kamikazes, siguiendo la cuerda que los lleva de un capítulo a otro, pequeños postes en las alturas, donde reposar brevemente antes de impulsarse hacia el siguiente con la temeridad de quien no tiene nada que perder y el abandono de quien lo sabe.
Pero perder la propia tierra, la propia identidad, no es solo un ejercicio de memoria.
El terreno en el que se mueve la potente prosa del también académico y sillón I de la RAE no está exento de lugares reconocibles. Sensaciones tan cercanas en el tiempo como la imagen del espejo respecto al original; queda plasmada así una realidad que tiende a repetirse, que ahonda en la pérdida, en el olvido, en la desgracia y en la reflexión, como nuestro legado; una melodía constante que vuelve cada cierto tiempo a interpretar los mismos acordes.
Cuando la calidad técnica de la realización de una novela es tal, el articulista, crítico, filólogo, estudioso o lector, corre el riego de excederse a la hora de aproximar a otros a la experiencia de la lectura con palabras que serán necesariamente de una calidad muy inferior a las recomendadas.
Es en estos casos cuando ese lector debe aceptar las limitaciones de la palabra escrita, la suya, y atemperar sus ganas de mostrar, para conformarse con simplemente infundir el deseo de la lectura.
Optaremos por esta decisión, con un último apunte. En La soledad de los perdidos, su autor nos conmina a iluminar el futuro con la luz del pasado, lo que posiblemente sea el mejor método para encontrar algún sentido a situaciones que prescinden de la lógica humana.
Cabe preguntarse si existe alguna otra forma válida de razonamiento, o, si alguna vez la luz reunida será simplemente suficiente.
David Hernández Ortega