Cubiertas de 'El Conde de Montecristo', de Alejandro DumasCubiertas de ‘El Conde de Montecristo’, de Alejandro Dumas

Las lecturas de infancia tienen siempre un libro representativo que marcan al niño de una manera especial y que nunca más podrá olvidar. Esa obra distintiva en mi caso es El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas padre (1802-1870), en la edición resumida por Sánchez Pascual y con viñetas de A. Guerrero, publicada por Toray en 1982 y leída una y otra vez ad nauseam. Estas adaptaciones pueden servir en muchas ocasiones como vía de aproximación a las obras literarias.

Estamos ante una novela imperecedera –hablo ya de la versión íntegra- del autor de Los tres mosqueteros, una historia clásica de aventuras cuyo telón de fondo, el periodo de los Cien Días y la Segunda Restauración en Francia, resulta apasionante. Una de las muchas anécdotas de este libro publicado por entregas asegura que le bastó un penoso hecho real para escribirla. Lo demás lo puso su afinado sentido de la acción y la peripecia, también de la justicia y la libertad.

Ensamblar armoniosamente las fronteras entre realidad y ficción, y terminar no pudiendo diferenciar bien lo real de lo imaginado, resulta fuente de especial placer para cualquier autor. A fin de cuentas, para eso algunos escribimos novelas.

El arte de Alejandro Dumas consistió simplemente en ser el mejor de su género. Como suele suceder con los clásicos, El Conde de Montecristo no fue el primero, pero sí el que ha señalado a un gran número de lectores de distintas generaciones. Hay, no obstante, otras cosas en esta obra maestra que nos sorprenden mucho más: la lectura actual que sigue teniendo su argumento, hecho habitual en los libros de Dumas. Porque leer las aventuras de Edmundo Dantés, encarcelado injustamente por su supuesta lealtad a Napoleón cuando va a promocionar a Capitán de la Armada y está a punto de casarse con su prometida, y por tanto con deseos de venganza por pasar diez años encarcelado en condiciones infrahumanas en el Castillo de If, es sumergirse, sin darnos cuenta que ha pasado un siglo y medio desde que se escribió, en el presente más real y cotidiano. Y que quienes se beneficiaron de esta canallada medraron en los aledaños del poder. ¿Les suena?

El Conde de Montecristo narra las vicisitudes de un hombre que no posee nada y que a través de toda clase de sufrimientos, peligros y engaños, logra la riqueza y el poder más absoluto. Es también una novela de costumbres de toda una época. A lo largo de variadísimos episodios, Dumas traza un completo panorama de la vida cotidiana de esos años y nos hace asistir a todo tipo de enredos, naufragios, fugas, asesinatos, envenenamientos, traiciones o suplantaciones de personalidad. Como en otras novelas, suyas y de sus coetáneos, Dumas se mostró partidario del uso placentero del hachís, miró con benevolencia la costumbre del duelo, le pareció digno el suicidio como salida a una situación que al interesado le parece insostenible, o utilizó la presencia de algún falso sacerdote y de los secretos que se le confían en confesión.

La idea central de El Conde de Montecristo es que el mal debe ser castigado y la bondad recompensada. Edmundo Dantés se autoproclama instrumento de la voluntad divina y, salvo contadas ocasiones, no tiene dudas acerca de su situación. No obstante, acaba siendo víctima de su propio deseo de venganza. Montecristo hace pasar su venganza como obra de Dios y, sin embargo, no perdona, que es lo más divino que puede haber.

En realidad, estos son solo algunos apuntes sobre un libro complejo y maravilloso. Haría bien el lector que no lo ha leído en cerrar este artículo e ir a una librería para disfrutar de la que podría ser su mejor lectura en muchos años. Y léalo sin prisas, porque leer El Conde de Montecristo exige mucho tiempo y mucha tranquilidad por delante –como los convalecientes enfermos de La montaña mágica– pero reporta un enorme gozo interior de inusitada necesidad en estos difíciles tiempos que nos ha tocado vivir.

No tiene vuelta de hoja: sumergirse en este clásico es uno de los más altos ejercicios como lector que puede desarrollar un amante de la literatura. Por eso me encanta que muchas editoriales –sean por las razones que sean- vuelvan a reeditar estas obras cumbres que no deben faltar en ninguna biblioteca, pidiendo su sitio entre las lecturas imprescindibles de una vida. En mi mesa de noche aguarda ahora Drácula, de Bram Stoker, con ilustraciones de Fernando Vicente y publicado magníficamente por Reino de Cordelia. No veo el momento de hincarle el diente.

Daniel Heredia