La trabajadora

Elvira Navarro

La trabajadora

Literatura Random House (Barcelona, 2014)

160 páginas / 16,90 € (rústica) · 10,99 € (epub)

Un tipo (o tipa) crea una vida y comienza a llenarla de todo tipo de cosas. Algo de luz, algo prestado, una relación, sexo, a veces amor, una pareja o varias, un perro, familia, trabajo, trabajo, trabajo, presión, éxitos fugaces, angustia, felicidad. Miedo. Con el tiempo, se da cuenta de que resulta imposible mantener un equilibrio sano entre todas esas cosas que parecían aisladas, y que tienen más relación entre sí de la que pensaba en un principio. Lo que es peor, la sustracción de cualquiera de esos elementos, escogidos o no, puede dar al traste con todo lo demás.

En La trabajadora, la autora Elvira Navarro (Huelva, 1978) propone la crisis laboral como un preludio al vacío, al desorden mental y anímico, en la que podemos considerar la tercera ciudad de esa construcción literaria que completan La ciudad en invierno (Caballo de Troya, 2007) y La ciudad feliz (Mondadori, XXV Premio Jaén de Novela, 2009).

En su tercera novela nos adentramos al brote psicótico que va más allá de lo económico para mutilar a una persona en órganos más vitales que su cartera, pero como hemos recalcado antes, no aislados de esta. Cuando tus dientes comienzan a asemejarse a los de un engranaje roto sujeto a una maquinaria infatigable, que el sistema falle equivale a un colapso existencial. Y una sola pieza suelta equivale a una máquina que no funciona.

El capitalismo mata el alma. Chuck Palahniuk lo sabía. La vida desgasta. Y cuando toca hueso, el ser humano bajo ella se desnaturaliza. Elvira Navarro lo describe a la perfección en uno de los pasajes más reveladores de su novela: un grupo de personas se encuentra abandonado en un aeropuerto la víspera de Nochevieja cuando uno de esos no tan infrecuentes casos de overbooking hace aparición. Lo que al principio parece un esfuerzo colectivo y restaurador de un orden sinsentido y tiránico, se revela pronto en un sálvese quien pueda, donde la vergüenza pesa menos que el hambre, y el yo es mucho mayor que el todos.

Con el pasaje del aeropuerto en mente, la contraposición a esa escena en la que todos se abalanzan al mostrador cuando surgen plazas libres pasando por encima de los demás, situaría a los trabajadores del mundo de las letras violín en mano a bordo del Titanic. Esos obstinados músicos que se empeñan en tocar por más que el barco se hunda.

Ciertamente no faltan motivos ni ocasiones para considerarlo todo perdido a veces. Las palabras de consuelo son torpes, insuficientes, y a menudo mal acogidas.

Leyendo –y digo leer como angustia vital, con un nudo a la altura de la nuez- algunas opiniones al respecto del papel que juega la cultura, y especialmente la literatura, en el erial político (ideológico) y económico (de valores) que aparece ante nosotros estos días, uno no puede sino desangrarse. Trabajos reducidos a hobbies. Sustentos que llegan tarde y mal. Robos. Frustraciones. Pánico. Opiniones que respaldan esta tendencia, y que se parapetan en una supervivencia inmediata, necesaria y básica, a la que la literatura u otras artes lastran y frivolizan, pues no son necesarias para un esquema básico de supervivencia. Retratando a sus apoderados como unos bon vivant, unos hedonistas, unos niños grandes que deberían cambiar de aires y hacer algo de provecho en lugar de quejarse tanto.

Una teoría tan triste como gris, no por ello menos extendida, presente en esa angustia obsesiva que envuelve a Elisa, la protagonista de esta novela. La teoría de presuponer que el arte, la cultura, las inquietudes, el afán creador que ruge dentro del ser humano, es algo prescindible y secundario en lugar de la quintaesencia del hombre, de la mujer.

Como si la literatura fuese un peso muerto, una cola de lagartija de la que uno pudiera desprenderse cuando el depredador acecha, creyendo ingenuamente que “ya volverá a salir” cuando la cosa se haya calmado. Pero no vuelve a salir. No hay remedio para esos saltos entre generaciones, esos abandonos del ser humano, que hacen pensar en unos números y cifras que no entienden de nada más, convirtiendo al hombre en un ente sin identidad, abocado a la producción diaria y a unas cuotas que se repiten machaconamente sin aspiraciones ni sueños, llevados por impulsos mecánicos.

Salvar el cuerpo a costa de la mente tiene graves consecuencias. En último término se pierden ambos. Y no puede amputarse la extremidad cercenada sin sentir un escozor fantasmal en la conciencia.

Es entonces cuando el absoluto terror, el abismo que se abre ante la inutilidad de una vocación, una forma de vida, una realización personal, toma tintes apocalípticos.

Se oye mucho, se lee mucho, la palabra precariedad estos días. Detrás de ella hay algo mucho más oscuro y profundo. Elvira Navarro nos invita a asomarnos a ello en La trabajadora.

David Hernández Ortega