Montero Glez, escritor.Montero Glez, escritor.

Montero Glez es un escritor grande, de prosa brillantísima, cuya obra poblada por personajes perdedores y marginales está entre las más auténticas del panorama literario. No resulta previsible ni políticamente correcto, no importándole quién pueda salir escaldado cuando expresa sus opiniones de frente, como hacen las personas nobles. Raúl del Pozo lo bautizó por esta razón como el navajero de las letras españolas. En Montero Glez se da la doble cara de las tierras sureñas, ya totalmente asimiladas por este madrileño exiliado en la costa gaditana. Por delante, la fachada chispeante y provocadora. En la trastienda, la sombría y trágica, donde se reflejan los fantasmas que habitan el alma. Todo lo va filtrando en una larga conversación de más de cuatro horas en el antiguo poblado marinero de Sancti Petri, en Chiclana de la Frontera. Este contador de historias se siente en Cádiz como en el salón de su propia casa, impregnado de barcos, salitre y gente de mar.

Su nuevo libro de cuentos, Polvo en los labios, publicado hace pocas semanas por Lengua de Trapo, ofrece un genuino producto de Montero Glez en estado puro.

Mi nuevo libro se compone de doce cuentos con gran diversidad de tramas y épocas, cinco de ellos inéditos y que sólo han pasado por la frontera de familiares y de amigos. Incluso el cuento Polvo en los labios, que da título al libro, es tan fresco que no lo había leído nadie antes de publicarlo. Es la estrella del libro, muy musical, y escrito de manera sumarial. Va sobre el trompetista Chet Baker en el Madrid de los años 80. Su figura me resulta muy atractiva y muy literaria. Llevaba mucho tiempo queriendo escribir algo sobre este músico, pero cuando leí El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina me quedé fascinado con la novela. El personaje es Chet Baker pero muy maquillado, así que me pareció que ya estaba hecho, y muy bien por cierto, que ya se había escrito sobre él como personaje literario y que yo no iba a poder hacerlo mejor.

De nuevo la música, Chet Baker, Camarón…

Y Héctor Lavoe. Estos tres músicos son los que más admiro y más escucho. Ya he escrito sobre Camarón y sobre Baker. El próximo será Héctor Lavoe, aunque tardaré todavía algún tiempo en ponerme a escribir sobre él.

Hipólito G. Navarro suele comentar que entre cuento y cuento escribe novelas. En su caso, ¿son antes los cuentos o las novelas?

Yo antes de ponerme a escribir una novela hago cuentos donde pruebo personajes, tramas, ambientes… Pruebo todo. Aquí veo si funciona o si no funciona. Son embriones de futuras novelas con planteamiento, nudo y desenlace. En el cuento veo si tiene recorrido suficiente como para convertirse en una novela. Muchos de ellos se quedan en el cajón, otros los publico como cuentos y algunos se convierten en novelas. Con el cuento El vientre de Saturno me di cuenta que también escribía cuentos para salir de las novelas. Una vez terminada la novela Pólvora negra, cuando todavía estaba embotado, necesitaba escribir algo para salir de ella y del tema de los anarquistas; de ahí sale El vientre de Saturno. Otro ejemplo: para escapar de la novela Pistola y cuchillo escribí el cuento Polvo en los labios. Ambos tienen mucho que ver.

¿Nos puede contar su peculiar teoría sobre el cuento?

Con mucho gusto. La literatura y la ciencia han estado juntas durante mucho tiempo, pero llega el Renacimiento y se separan. La ciencia se blinda ante el oscurantismo religioso y entonces no quiere saber nada de la literatura. Yo soy novelista, y la novela para mí es arquitectura. Y la arquitectura es ciencia. Y como creo que la novela es arquitectura, el laboratorio científico de esa arquitectura son los cuentos.

Nació en Madrid y allí vivió hasta los 32 años. Después se vino a vivir a Cádiz hace ya 16 años. ¿Por qué al Sur?

Porque el calor es más barato que el frío. No soy un privilegiado, no soy el primo de un ministro ni tampoco se la chupo a no sé quién para conseguir un empleo. Nunca me ha gustado rendir pleitesías a nadie porque soy un artista. Eso sumado a que yo vengo de generación espontánea, a que no tengo ninguna relación consanguínea con el mundo del poder ni empresarial ni editorial, hace que no tenga dinero y que me tenga que buscar la vida. Y en Madrid la vida es más cara, mientras que en el Sur es más barata y además hace sol. A esto sumamos que el mar me da casi todo lo que como. Además aquí los estímulos son más intensos. Tal vez haya menos estímulos, pero más intensos. En Madrid y en ese tipo de ciudades hay mucha ansiedad, lo que provoca que dejes de mirar al prójimo y piensas en ti mismo. Y no me quise convertir en un egoísta. En Cádiz me contamino de vida, hay mucha más literatura. Cuando salgo de Madrid es cuando me doy cuenta de todo el tiempo perdido. Mi trato ahora es con pescadores y con gente sencilla, de verdadera cultura, porque para mí la cultura es categoría de la sangre. La verdadera cultura no es saber fechas ni citas ni tener un máster. Esto no es más que un adorno peligroso. La prueba está en que el pueblo más culto del mundo, el alemán, se dedicó a perseguir judíos por Europa hasta hace poco tiempo. La gente culta la encuentro en bares de pescadores, no en los despachos editoriales, donde por cierto no se lee.

No parece tener sacralizado el oficio de escribir. ¿Qué le llevó a ello?

Me gusta contar historias y que me cuenten historias, por eso escribo. Y me da igual el soporte, pues disfruto leyendo, viendo películas o escuchándolas en una canción. Con la literatura recibes una descarga directa al cerebro, y eso es fascinante. Yo me considero un amateur de mi oficio, un amador de la literatura y de las historias que cuento, no un profesional. Eso nunca. Creo que la vida es demasiado corta como ser profesional de algo. Soy un contador de historias, nada más.

¿Detesta el mundillo literario?

Lo que Juan Marsé llama la vida literaria es gente inculta. Aunque hayan leído libros, incluso a Marcel Proust, y sepan muchos datos, son gente inculta. En Madrid y en las grandes ciudades lo que hay son grupos de amiguismos, de apoyo los llamo yo, en el que uno presenta un libro y los colegas van a la presentación y le reseñan los libros, y al día siguiente le toca al otro. No son nada individualmente, pero sí tienen fuerza con el grupo. No me interesan lo más mínimo.

La dispersión de su obra por tantas editoriales puede significar un problema para que no sea más conocido por el gran público. ¿Lo ha pensado alguna vez?

Lo mejor que le puede pasar a un autor desde el punto de vista comercial es la uniformidad editorial. Eso es a lo que yo aspiro. O aspiraba. Todavía estoy a tiempo para que una editorial acoja toda mi obra, pero voy dando saltos de editorial en editorial desde que empecé a publicar. Y no sólo en España, sino también en Francia e Italia y en los demás países donde se publican mis libros. Es una cuestión de poco tiempo el que yo sea reconocido. Pero los años del arranque hasta aquí han sido duros.

¿Por qué han sido duros?

Por envidia. España es el país de la envidia. El envidioso no vale nada, porque todo lo que tenga no lo va a apreciar. Siempre aprecia lo que tiene otro. Los envidiosos son personas enfermas de las que hay que alejarse. Pero no me pasa sólo a mí. Ha pasado, pasa y seguirá pasando siempre.

Tampoco tiene muy buen concepto de los editores españoles.

Yo tengo el mejor editor, que se llama Mario Muchnik. El problema es que está arruinado. Yo hubiera podido sacar toda mi obra con él si tuviese posibilidad e infraestructura. Y cuando digo editor hablo de la persona que te pone en contacto con tu obra y a la que le gusta leer un buen manuscrito. No que te ponga en contacto con el público, sino con tu obra. Y que te hace crecer mientras tú creces con cada nuevo trabajo. Ese es el editor del que yo hablo, que en mi caso es Mario Muchnik. En España no hay editores, sino gente que trabaja en editoriales, que no es lo mismo. Son gente muy agradable, muy grata, pero que lo único que quieren es cuadrar números. Por ejemplo, me hace mucha gracia cuando dicen que Jesús de Polanco era editor. No, no, Jesús de Polanco era un tío con mucho dinero que tenía una empresa editorial. Era empresario, no editor.

¿Ha coincidido alguna vez con alguien por la calle o en una plaza leyendo uno de sus libros?

Cuando estaba de promoción con Pólvora negra, en la estación del AVE de Sevilla me encontré con un chaval, Alberto se llamaba, no lo olvidaré nunca, que leía la edición en bolsillo de Manteca colorá. Pasé de largo y entré en el quiosco a comprar el periódico. Cuando salí me estaba esperando de pie para que le dedicase el libro. Ha sido la única vez que me ha pasado en la vida. Sin embargo, hace poco me paso algo curioso en Malasaña, donde hacía años que no iba. Lo vi todo muy cambiado, y no reconocía las calles. Era de noche y como estaba un poco perdido, me encontré con unos chavales que se liaban un cigarro y les pregunté que dónde estaba el Dos de Mayo. Uno de ellos balbuceó si yo era Montero Glez. Le respondí que no, que me confundían mucho con él. ¡Cómo puede Montero Glez estar preguntando por la plaza Dos de Mayo!

Sé que le atrae mucho el cine.

Pienso que algún día llegaré a ponerme detrás de una cámara. Me hubiera molado ser director de cine. He sido incluso meritorio, pero desde siempre me han negado la entrada en este mundo. Hace años se creó una escuela de cine en Madrid y me presenté a las oposiciones. Hice el examen de puta madre pero lo cateé. Había pocas plazas y al final acabaron entrando los de siempre, los elegidos.

Usted es periodista. ¿Qué opinión le merecen todos los cambios que se están produciendo en la profesión?

Me hice periodista por una razón: para poder estar frente a un mendigo y hacerle una entrevista, y mañana sentarme ante un Rey y entrevistarle también. Y aprender de ambos, del mendigo y del Rey. Esta ha sido siempre mi perspectiva del periodismo. Y la entrevista es el género que más me ha molado, aunque el reportaje es el género estrella. Tener un reportaje en la cabeza, llegar a la revista para que me lo admitan y ponerme con ello es algo fantástico. O el híbrido del reportaje-entrevista. Ahora estoy encantado con el periodismo que se está haciendo en la Red. Yo vengo de una generación en la que solo teníamos dos canales en televisión, la Primera y el UHF, y tres periódicos, lo que era una dictadura cultural e informativa de cojones. Ahora entras en Internet y empiezas a buscar información sobre las últimas manifestaciones, y te encuentras con unas noticias y unos trabajos de realización de puta madre, donde salen los policías como verdaderos policías, dando hostias a la gente. En muchos casos lo hacen amateurs, por amor al oficio y a la verdadera información. Y se están cargando a los que son los falsos periodistas, los privilegiados que cuentan desde un escenario de cartón piedra lo que está sucediendo. Ahora el auténtico periodismo se hace en la Red. Un ejemplo es tu cojonudo blog, viendo lo libres, curradas y largas que son tus entrevistas. Otro ejemplo son los periodistas de Público, que con el cierre del periódico se atomizan y se montan blogs, publicaciones y otros periódicos. No hay que olvidar que Público se monta para hacer un trapi con el ex presidente de gobierno Zapatero y un empresario de los medios de comunicación. Ahora mismo tiene más crédito y más solvencia un tipo joven como Ignacio Escolar que Juan Luis Cebrián. O se lee más la revista digital Jot Down que El País. Ya no existe esa dictadura cultural que existía desde que murió Franco. Se les está acabando día a día. Esta es la puta verdad, y es para celebrarlo.

¿Estará contento con las movilizaciones de los ciudadanos ante el acoso y derribo que estamos sufriendo?

Hay una generación joven que me sucede y que está pidiendo cuentas, saliendo a la calle y montando el 15-M. Me emociona que haya gente que intente arreglar las cosas. Y que no solamente se reúnan para ir al fútbol o hacer un botellón. Han dado una lección de democracia. Ahora en la calle se hace mejor política que en el Congreso de los Diputados, que es donde están los inútiles.

¿De qué vive usted?

Malvivo de mis libros y de lo que va saliendo. Las editoriales te dan un mal llamado anticipo, a lo que luego no sigue nada más. No hay ningún control en las cuentas editoriales. Los autores estamos totalmente desprotegidos. En el Sur he ejercido oficios diversos, como gorrilla o camarero en bares, pero siempre he visto la vida como literato. Aunque haya estado trabajando detrás de una barra, he visto la vida no como camarero sino como escritor. He trabajado en estos sitios porque tenía que hacer dinero. Pero prefiero trabajar como gorrilla o en el contrabando de tabaco, que trabajar en la redacción de un periódico o rendirle pleitesía a un político. Somos muy paletos. Me parece más auténtico y más literario lo mío que formar parte de una estructura rígida.

¿Cómo es un día habitual en su vida?

Me despierto cuando termino de dormir. Como cuando tengo hambre, bebo cuando tengo sed y duermo cuando tengo sueño. Habitualmente, cuando me levanto, hago deporte y luego me voy a dar un paseo por la playa. No tengo horarios y nunca llevo reloj. Por eso, las fiestas de guardar y los domingos me joden un montón, porque creo que no me los merezco. Es cuando más trabajo.

¿Su vida es como la imaginó?

No, yo quería ser torero. Lo que pasa es que el miedo no me dejó y me tuve que meter a este oficio de maricones. Aunque en este oficio de maricones no aspiro a ser gay, que es a lo que suelen aspirar todos, sino solamente a ser maricón. Recuerdo que al principio, cuando terminé en la facultad, quise irme por ahí como corresponsal, pero nunca me dieron nada. Si hubiese tenido valor de ser matador de toros, hubiese sido tan jodidamente bueno como lo soy de escritor. Hubiese acabado hasta con José Tomás. Dentro de unos años, eso sí, me veo escribiendo crónicas taurinas para un periódico, no sé si en Ipad, en Internet o en qué formato.

¿A qué le tiene entonces miedo?

A un toro. Si no fuese por este miedo estaría toreando y no escribiendo.

¿Cuáles son para usted los valores importantes?

Lo que para otros es importante, para mí no lo es. Los valores de la mercancía, sobre todo el valor de cambio, para mí no son importantes. Lo que me importa es el valor de uso, por eso estoy en las antípodas de la mayoría de la gente. Hablar de dinero no me interesa, prefiero leer o estar en otras cosas. Felicidad y éxito literario no tienen nada que ver. No hay que confundirlo nunca. Yo me considero un tío feliz, contento de la vida, y a lo mejor el éxito literario puede incrementar esa felicidad. Pero si tú eres un infeliz y un amargado y estás todo el día jodido, el éxito literario tampoco te va a quitar la amargura. Incluso te va a crear un problema bastante gordo.

¿Por qué es Camarón de la Isla uno de sus maestros?

¡Hombre! Camarón es la fuerza, la energía, la rebeldía… Es mi maestro y el artista más grande que ha dado España en los últimos años, pero todo le llegó muy tarde. Él siempre decía que iba a perdurar, y ahí está, sigue vivo. Porque los artistas mueren dos veces: físicamente y para su público. Y él murió físicamente, pero su público sigue creciendo. Ahora veo a muchos chavales de quince años que escuchan a Camarón. Él es la intensidad, el arte por el arte, un revolucionario: recogía el pasado, lo traía al presente y lo proyectaba al futuro. Tuvo además mala suerte porque le robaron mucho, no dio con la gente adecuada. Su vida fue una verdadera tragedia. Es increíble que su viuda tenga que abrir una tienda de todo a cien para sobrevivir. Pero si te fijas en lo que ha pasado en la SGAE, el trapicheo, el mamoneo que tenían, lo entiendes todo. Ahora, gracias a Internet, el futuro del artista está en sus manos.

¿Quién es Roberto del Sur?

Es un seudónimo con el que firmé mis dos primeros libros: Al sur de tu cintura y Vivir de milagro. Aunque en revistas y periódicos también he firmado como Bob Hunter o Aldo Monterini. Pienso incluso que en un futuro dejaré de ser Montero Glez. Si veo que de aquí a una o dos novelas más no triunfo a lo grande, me cambiaré el nombre y seguiré contando historias con otro seudónimo. Eso sí, borraría todo tipo de huellas, y nadie sabría quién soy.

Cuando escribe, ¿qué busca, qué persigue?

Lo primero que busco es ser leído, sin duda. Y luego plantear una situación en el laboratorio de las ideas para buscar un conflicto que me permita crear unos personajes y dotarles de vida. Porque donde hay conflicto hay literatura. Yo escribo para ser leído y llegar a todo el mundo posible, a la portera, a la camarera, a la gente común, no me pongo a hacer bolañadas para esnobs. No me siento en una mesa para escribir una serie de intelectualidades y de códigos internos que nadie conoce. Eso es pesado y aburrido. Por eso prefiero leer a Marcial Lafuente Estefanía o a José Mallorquí antes que a Bolaño. No me gusta Roberto Bolaño y el rollo que escriben sus seguidores, los bolañistas, pero me emociona y me fascina lo que ha pasado con él y me alegro de su éxito ahora por su viuda. Es una putada que él no lo pueda ver. Pienso que Bolaño era un escritor de raza, como yo, para el que la literatura era todo o nada. O vivo de esto o no vivo de nada. O soy escritor o no soy nada. Los dos soñábamos con que algún día nuestra obra estuviese en terrenos de primera y no en campos de tierra. Le respeto como persona y como escritor por esa valentía. Era un chaval de raza con el que seguro hubiese hecho buenas migas si nos hubiésemos conocido, pero cuya literatura no me interesa. Sin embargo, me resulta curioso cómo los mismos que le escupían en vida, ahora lo celebran.

Pero el éxito de Roberto Bolaño se debe en parte al agente Andrew Wylie.

Es jodido que haya tenido que venir este norteamericano a poner un poco de orden con el tema Bolaño y hacerle triunfar en Estados Unidos. Andrew Wylie es el mejor agente que existe, es el agente por excelencia, y ha sido boicoteado en España por el corporativismo que hay cuando quiso montar su primera agencia allá en el año 99. Las mismas agentes que tenemos ahora le boicotearon, aunque diez años más tarde llegó para darles bocados y dejarlas tiesas. Ahora le tienen mucho miedo. Su trabajo me gusta mucho. Lo mejor que le puede pasar a un escritor es tener a un agente como él, un hombre que está al servicio de los escritores, no al revés, que es lo que pasa en España.

¿Tiene usted agente?

No [tajante], aunque ahora mismo tengo varias ofertas. Tendré y necesitaré, pero ahora mismo no tengo. Las ofertas que me han hecho no han sido como para aceptarlas.

¿Piensa en un lector determinado a la hora de escribir?

Siempre pienso en alguna tía cuando escribo [carcajada]. Podría decir, y quedaría muy bien, que yo escribo sin saber quién lo va a leer, pero no es así. Montero siempre está pensando en lo mismo. También cuando escribe. Todo es un juego.

Muchas de sus metáforas son puñetazos en la mente del lector.

La metáfora es la reina de las figuras literarias. Desde Heráclito, que fue uno de los primeros en utilizarla a la perfección con la historia del río y el paso del tiempo, la metáfora es lo que hace que el lector se quede con esa imagen en su cabeza. Con una metáfora, el negro sobre blanco deja de existir para dar paso a una realidad. Entonces es cuando el lector entra en la historia. Es la manera de conectar con el lector. María Dueñas lo hace muy bien con la primera frase de El tiempo entre costuras: “Una máquina de escribir reventó mi destino”. Cuando leí esta metáfora, ya me había conquistado.

Usted escribe a mano. ¿Qué tipo de cuadernos utiliza?

Antes las compraba en lo de todo a cien, pero ahora escribo en las Moleskine.

¿Cómo tiene la imaginación?

De puta madre, aunque a veces la tengo que atar para que no se me vaya por ahí.

¿Tiene alguna superstición a la hora de escribir?

Sí, que nadie se ponga detrás mía cuando estoy escribiendo, ni en la pantalla del ordenador ni en el papel. No lo aguanto. Nunca me gustó la policía, el vigilante, el profesor observando lo que escribes, el que está detrás mirando. Recuerdo que en el colegio, cuando nos mandaban una redacción, yo la escribía con muchos tacos. Siempre me han gustado. Y tenía un profesor que se ponía detrás mía para que no los escribiese, vigilándome. A lo mejor es por eso que detesto que se pongan detrás mía mientras escribo.

¿Corrige mucho?

Sí, sí. Normalmente hago siete borradores de mis obras. Y sigo corrigiendo hasta en las galeradas. Hasta la última que casi va a la imprenta. Es una cuestión de responsabilidad con mis lectores. Si puedo incluso estoy en máquinas, viendo cómo se imprime mi libro. Soy puñetero para estas cosas, y cada vez más. Al principio no lo era tanto. De hecho, casi no corregía. Ahora cada vez rompo más y tiro más a la papelera. Incluso he tirado novelas enteras. En estos momentos estoy liado con mi próxima novela, y hasta hace más o menos un mes no le he encontrado el punto, y eso que empecé en febrero de 2012. No me he conformado con la primera versión ni con lo primero que me ha salido. Pero ahora la tengo. Y ya no cuento más, pero aseguro va a ser un pelotazo.

¿Cómo se clasificaría como escritor?

Yo paso de clasificaciones, no van conmigo.

¿Recuerda cuando fue la primera vez que se sintió escritor?

[Silencio de trece segundos] El escritor es un invento de sus lectores. Y sobre todo de sus lectoras, porque son ellas las que realmente leen. Si algún día mis lectoras dejasen de leerme, no dejaría de escribir. Pero la primera vez que me sentí escritor fue gracias a mi señora. Ella fue la que me empujó a escribir. Por casualidad leyó algo mío y me dijo que qué cojones hacía buscándome la vida de mala manera, que por qué no me dedicaba a escribir en serio. Le hice caso y aquí estoy. Esto ocurrió hace veinte años en Madrid, el tiempo que llevamos juntos.

¿Cuáles son sus afinidades literarias?

Ahora mismo estoy leyendo a Gay Talese, todo lo que tiene publicado en España. El tío me fascina, especialmente La mujer de tu prójimo. Los norteamericanos en general me molan mucho, como Paul Auster. Me encanta El libro de las ilusiones. Y también ando con Benjamin Black, que es el seudónimo que utiliza el escritor irlandés John Banville para sus novelas policíacas. Es muy bueno. Me interesa también mucho el conductismo. Si quieres decir que un personaje está triste, no digas que está triste, ponlo mirando al suelo, a un charco donde se refleje la luna. Y pon especial atención en los diálogos, por ahí es dónde se articulan los sentimientos, y en las descripciones. Así escribían tipos como Rafael Sánchez Ferlosio, Fernando Quiñones o Ignacio Aldecoa, para mí el mejor de todos ellos, una persona llena de vida en esa época de claroscuros.

¿Hay algún estereotipo de escritor en el que odiaría caer?

Sí, odiaría ser un escritor profesional.

¿Dónde escribe?

En cualquier sitio y en cualquier momento, mientras tomo algo en un bar, apoyado en una de esas barcas de pescadores… No es que me sienta y diga, voy a escribir, no. Sino que estoy ahí mirando el mar, o mirando algo, y me viene una idea y la tengo que apuntar en mi libreta. Si la idea es muy buena no se me olvida, pero si no la es tanto la apunto para trabajarla más adelante. Ideas, apuntes, todo lo escribo a mano en la libreta. Luego lo paso a un cuaderno que tiene que ser blanco y taladrado con dos boquetes, para archivarlo. Yo no escribo de manera lineal, sino que empiezo escribiendo el capítulo cinco y luego paso al primero. No soy muy tiquismiquis para escribir, salvo lo de tener a alguien detrás mía. Eso sí, la cocina es el lugar de la casa que más me gusta para trabajar. Sentir los olores, el chisporroteo de las sartenes, el hervir de las ollas, la cafetera, la calidez del horno… He sido un niño mimado porque me crié en Cuatro Caminos con mujeres, mi abuela, mi madre y mis hermanas, y siempre estábamos en la cocina. Por eso es donde ahora me pongo a organizar el trabajo. Ya después me pongo a escribir en la computadora. En esta etapa meto el turbo y no puedo dejarlo, escribo a todas horas, me da igual que sea día, noche, tarde, ya no sé el tiempo que pasa, si son días, meses o semanas. Estoy totalmente metido con mis personajes, con la trama, limando cosas… Aunque reconozco que el rollo del ordenador me aburre mucho.

¿Necesita silencio para poder escribir?

Necesito silencio o esos sonidos de la cocina. Cualquier cosa menos que esté la tele encendida. Me chupa mucha energía. Y si suena algo de música, que no sea salsa ni flamenco ni música racial, sino música tranquila, como la clásica, donde no esté el ritmo marcado, o el jazz cool que hacían en la costa Oeste norteamericana gente como Chet Baker o Bill Evans. Pero de fondo y muy bajito.

¿Por qué leer?

Eso me pregunto yo, ¿por qué hay que leer? Hay gente que no lee y no lo dice porque parece que le da vergüenza. Si no lees, no pasa nada. Es mejor no leer que ir a presentaciones de libros y presentarlos sin haberlos leído, como hacen muchos escritores. Pero si tuviera que animar a alguien a la lectura, le diría que es un entretenimiento, que ayuda a pasar el rato y que es una forma de buscar respuestas y de animar al estudio.

Utiliza mucho estudiar en su vocabulario.

Me gusta mucho estudiar y curiosear. Es una masturbación lo que tengo con el estudio. Me meto a documentarme para buscar un dato para mi novela, y leo tanto y estudio tantas cosas que algunas veces hasta me pierdo como me acaba de pasar hace unos días. Me pongo a estudiar sobre cómo eran los motores de la época, la arquitectura o las costumbres y se me pasan las horas. Sin embargo, no lo hago por evasión o por distracción, sino por placer.

¿Leer es vivir, como dejó escrito Flaubert?

Leer para mí es un vicio, como para otros es el alcohol. Me enfado conmigo mismo si voy a un hotel y me quedo sin libros para leer.

¿Cómo se debe leer: en voz baja, en voz alta o sin voz?

Si leo para mí lo hago en voz baja, y si leo para más gente lo hago en voz alta. Otra cosa es mientras escribo. Para comprobar si lo que he escrito tiene cacofonías, leo en voz alta para darme cuenta de los errores.

¿Cuál es su sitio preferido para leer?

Una hamaca que tengo en casa. Allí leo de puta madre. La pillé cuando gané el Premio Azorín por Pólvora negra.

¿Quién le enseñó a leer?

Empecé a leer muy pronto, gracias a mi abuela. Ella era autodidacta, con mucha fuerza de voluntad, y empezó a leer juntando las letras del periódico. Yo aprendí a leer por sílabas porque ella me enseñó. El primer libro que pedí de regalo fue un diccionario, cuando todavía no sabía el alfabeto. Allí lo aprendí. Recuerdo que pasaba horas y tardes enteras en el taller de mi abuelo, que era zapatero remendón, en una mesa camilla, a su lado, mientras buscaba palabras. Eso fue cuando estaba en párvulos. Los demás compañeros iban por el aeiou.

Su toma de contacto con la lectura fueron los cómics…

Claro, el Jabato, el Capitán Trueno, Hazañas bélicas, TBO, con la familia Ulises, el Teniente Blueberry… fueron mis primeras lecturas. Recuerdo que flipaba con Blueberry y el Hombre Enmascarado. Los tengo todos, y aún viajan conmigo allá dónde vaya. Me fascinaban. Incluso ahora, cada vez que los cojo y los abro, vuelvo otra vez a disfrutar. Luego pasé a los libros con una colección que se llamaba Joyas Universales de la Literatura, donde venía una versión reducida de la obra junto con ilustraciones.

¿Cuál fue ese libro que le convirtió en lector?

En esta colección de Joyas Universales, El prisionero de Zenda, de Anthony Hope, y Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne. Me flipaba el Capitán Nemo y la vida en el submarino Nautilus. Cuando era pequeño y mis padres nos llevaban a la playa de Cullera, yo me metía en el mar con unas gafas de bucear y buscaba a Nemo porque quería vivir las mismas aventuras. Este personaje me dejó colgado durante un tiempo.

¿Qué tipo de lector es?

Vicioso, muy vicioso. Estoy siempre muy pendiente de lo que se publica y de los chavales nuevos. Me interesan los contadores de historias, desde María Dueñas hasta Daniel Ruiz García, de Sevilla, que me parece un escritor fantástico que algún día pegará el pelotazo porque escribe maravillosamente. Pablo Gutiérrez me gusta mucho también porque tiene una vena muy lírica. Ahí hay mucha madera, aunque espero que no le maleen mucho las editoriales y las estructuras rígidas. El columnista Jesús Nieto Jurado, que es cojonudo y una metralleta de hacer imágenes. Pedro de Paz, ya de mi generación, elabora unas tramas estupendas. Domingo Villar es muy buen novelista, vale mucho, es como un Juan Marsé gallego. También Javier Puebla, David Torres, David Gistau… Hay mucha gente buena por ahí y estoy pendiente de todos. Por eso me jode que sean los mismos cuatro de siempre los que se reparten todo el pastel por culpa de la puta dictadura cultural. Esta generación de la democracia está alejada de la gente, no son del pueblo y se consideran superiores a los demás. Escriben bien y yo los he leído, pero carecen de sentido del humor y ya no tienen nada nuevo que aportar. Para la gente joven, esos nombres ya suenan como para mí sonaba Vizcaíno Casas, una cosa rancia y antigua.

¿Cuántas horas diarias dedica a la lectura?

Siempre estoy leyendo. No hago otra cosa.

¿Qué título reciente le ha dejado sin aliento?

El tiempo entre costuras, de María Dueñas. Me parece la mejor novela que se ha escrito en castellano de lo que llevamos de siglo XXI. Y creo que de aquí a muchos años no se escribirá algo mejor. Está muy bien escrita, muy bien tramada, los personajes están muy bien hechos… Una historia de las de toda la vida. Su lectura fue una alegría total, me fascinó, como cuando en la universidad leí La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. María es además una mujer de mi generación que no pertenece a ninguna camarilla ni a ningún rollo de nada, y que sale de repente con una primera novela maravillosa. Hasta Mario Vargas Llosa la celebró en The New York Times. Me alegra mucho su éxito.

¿Qué libro tiene en estos momentos en su mesa de noche?

Ahora mismo estoy con La casa inundada, de Felisberto Hernández, que tiene unos cuentos fantásticos. Lo ha editado Atalanta, una editorial campestre en el Ampurdán que es de unos amigos, Inka y Jacobo El Flaco, como yo le llamo, que son editores de raza. Me tratan muy bien, y eso que no soy autor de su casa.

¿Quiénes son sus autores favoritos y qué lecturas recomendaría?

Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Ross Macdonald son para mí la Santísima Trinidad de los novelistas norteamericanos. También Hemingway, toda la Generación Perdida, John Dos Passos, Scott Fitzgerald… Los sudamericanos han sido también muy importantes para mí, pues sin ellos no sería yo, y me refiero a gente como Juan Rulfo, Julio Ramón Ribeyro, José Donoso, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez, que es mi Dios, el descendiente genuino de Homero. Latinoamérica, los sudacas, nos da mil vueltas a nosotros, tanto en literatura como en cercanía, en calor y en corazón. El castellano es un lenguaje encorsetado, rígido, muerto, que cuando llega a América se vuelve todo lo contrario, lo reviven y lo llenan de color. Es donde mejor se está escribiendo el castellano en estos momentos, con gente como Elmer Mendoza, César Güemes…

¿Qué libro no ha sido capaz de terminar de leer?

Solamente me pude leer el primer tomo, Por el camino de Swann, de las siete novelas de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Y me costó mucho esfuerzo. Y tampoco pude terminar el Ulyses de James Joyce, y eso que lo he intentado muchas veces, pero no entiendo un carajo. El monólogo de Molly Bloom es lo único que he podido leer. No sé qué le ven al Ulyses cuando tenemos una obra muchísimo mejor como es Luces de Bohemia, de Valle-Inclán.

¿Existe una decadencia de la lectura, de los lectores?

Lo que existe es una decadencia de la escritura. Ahora se redacta, no se escribe literatura. Hay mucha diferencia entre redactar –hacer bolañadas- y escribir literatura, crear una historia, una trama y dar vida a unos personajes que atrapen al lector. Que pasen cosas en definitiva, que se consigue con un grado de abstracción que sólo se tiene si se trabaja. Porque una redacción es solo una redacción, como lo que escribíamos en el colegio. En España, pocos, muy pocos hemos trabajado ese grado de abstracción. El último grande que lo trabajaba era Miguel Delibes. El lector demanda historias, pero se encuentra con que la oferta de esas historias es mínima.

¿Qué es el libro para usted?

Por un lado está el lenguaje de la calle, el popular, que es lo que me gusta, y que empieza en Homero, que entraba en las tabernas de los puertos a contar historias con un lenguaje que todo el mundo entendía, el lenguaje que late en las personas y que siempre existirá, por mucho que haya Franciscos Francos que acaben con un país. Y por otro lado está el lenguaje del poder, que es el lenguaje del libro, el que existe desde que un herrero alemán inventó la imprenta. Hay una separación entre el libro y el lenguaje de la calle. De hecho, a la gente de la calle le da mal rollo entrar en una librería, por eso prefieren comprar los libros en los grandes almacenes. Pero poco a poco el lenguaje de la calle fue contaminando los libros, aunque eso no era lo que querían los capitostes. Finalmente, el lenguaje de la calle se convirtió en libro. Y ahora, el libro no es más que un soporte donde poder contar historias con el lenguaje popular, el de la calle, que es el que yo manejo.

¿Tiene algún tipo de fetichismo con el libro?

No. Tengo libros dedicados por amigos y por gente que admiro, pero les tengo aprecio no por la edición, sino por lo que significan sentimentalmente para mí. Lo importante de un libro es el valor de uso, no el valor de cambio. Los libros no pueden utilizarnos, sino que somos nosotros quienes los tenemos que utilizar.

¿Dónde suele comprar los libros?

Yo compro todo por Internet. Donde vivo no hay librerías, así que me entero de todo por la Red. Cuando voy a Madrid compro en la librería Estudio en Escarlata, que tiene las cosas que yo busco.

¿Qué opina de las librerías tipo Fnac, Casa del Libro o El Corte Inglés?

Está muy bien que los libros se puedan comprar también en las grandes superficies. Yo sueño con que algún día mis libros se puedan comprar en la sección de lencería de El Corte Inglés.

¿Visita las librerías de viejo?

Sólo cuando voy a Madrid. Cuando vivía allí, todo lo compraba en librerías de viejo porque no tenía dinero. Me he encontrado verdaderas joyas en las librerías de viejo. Además, nunca he tenido oportunidad de comprar libros nuevos. Así que cuando me interesaba alguno, lo robaba en una gran superficie.

¿Cuántos libros suele comprar en un año?

No sabría decirte, pero muchos más de los que luego leo, eso seguro. Mis regalos son siempre libros. El libro que más he regalado en los últimos años es El tiempo entre costuras. María Dueñas me debe parte de su éxito [carcajada].

¿Qué opina de los libros que se producen en la actualidad?

Los libros que se producen ahora parecen libros de reclamaciones de casas de putas. Son gigantescos, mamotretos, para que queden bien en la biblioteca del salón y en las mesas de novedades de las librerías. Y como uno escribe para ser leído, prefiero los libros manejables, de tapa blanda. Yo tengo muchos lectores en la cárcel, y allí por seguridad no dejan entrar libros en tapa dura. La gente de la industria del libro no tiene ni puta idea.

¿Cuál es su posesión libresca de la que se siente más orgulloso?

Gárgoris y Habidis, de Fernando Sánchez Dragó, en edición de bolsillo de Argos Vergara y dedicada por él. Es una edición sin valor económico alguno, pero para mí tiene un valor de uso importantísimo. Es el único que salvaría en un incendio. Cuando cumplí la mayoría de edad me lo leí y me lo releí un montón de veces. Yo era seguidor de Jack Kerouac y de toda la generación beat, y en esa época me iba a comer el mundo. Entonces, al leer Gárgoris y Habidis me doy cuenta que nuestras carreteras son dionisiacas, llenas de curvas y con una vida latente, que no tienen nada que ver con las carreteras norteamericanas, que son todas rectas y aburridas. Antes viajaba mucho, solo, colándome en los trenes y haciendo autostop, y lo llevaba siempre conmigo en la mochila. Años después conocí a Sánchez Dragó y le llevé los dos tomos, deshojados, para que los firmase. Desde entonces es amigo y uno de mis valedores. Siempre está ahí cuando lo necesito, abriéndome puertas. Es una de las personas a la que le tengo más cariño del mundo de la literatura.

¿Alguna manía u obsesión con los libros?

No, los libros son para usarlos y todos mis libros están subrayados a lápiz o a boli, utilizados, trabajados, estudiados.

¿Posee ex libris?

No, pero me gustan mucho. El bibliófilo Jesús Marchamalo tiene uno muy bonito, y su colección es fantástica.

¿A qué huelen los libros?

No sé… Por decir una burrada, diré que cuando abro un buen libro me huele a coño [carcajadas].

¿Qué es un libro que no se lee?

Un libro malo, porque los libros están para ser leídos. Aunque si hablamos de publicar un libro en una pequeña editorial, que casi no se distribuye a ningún sitio, eso ya no depende del autor. Hasta ahora, el futuro no estaba en manos del artista. Yo, afortunadamente, no he tenido esa experiencia de que no me lean. A pesar de que mis libros sean difíciles de conseguir, me siento leído y querido por los lectores.

¿Qué opina de ese fenómeno comercial que son las Ferias del Libro?

Me llevan una vez cada varios años, pero siempre que voy me encuentro con un público que conoce mi obra y que me lee. En algunos momentos lo paso mal y me produce vergüenza, porque no me van los rollos de estrella y la disposición de las casetas lo fomenta. En el momento de la firma, me jode que haya una separación entre ambos, que es la caseta, otra forma de estructura rígida que te aleja del público. En la última edición estuve firmando ejemplares de mi obra en el césped y hablando con mis lectores. No quiero perder por nada del mundo la cercanía con ellos.

¿Ha practicado en alguna ocasión el bookcrossing?

Cuando presenté Sed de champán en Barcelona, la editorial me dio una caja con mis ejemplares. ¡Cómo iba a regresar a Madrid con esa caja tan pesada de libros, que además eran míos! Así que como la presentación se hizo en el Barrio Chino, fui repartiéndolo entre las putas, que lo aceptaron de buena gana. Para algo que le daban gratis… Si eso se llama bookcrossing, pues vale.

¿Tiene libro electrónico?

No, ni me interesa por ahora. El soporte electrónico va a quitar ventas al libro en papel, pero van a convivir. Va a pasar como con las casetes y los discos en vinilo. Y al igual que antes, cuando uno se compraba el casete original, se lo grababa a todos sus amigos del barrio. Ahora pasará con los libros electrónicos. Yo escribo para ser leído, por lo que me parece fascinante lo que está sucediendo. Están cambiando los formatos, y los cuatro privilegiados de siempre, los que pensaban que iban a estar con la silla sin moverse, se encuentran con que la silla se les mueve. Estoy encantado con que me pirateen, porque lo que quiero es que me lean. Es curioso que resulta más fácil encontrar mis libros en el emule o en otros sitios similares que en las librerías. Gracias a la piratería, mis libros pueden llegar a sitios como Latinoamérica, porque hasta ahora no se distribuyen allí. A lo mejor quienes se descargan los libros son piratas, pero yo prefiero a los piratas antes que a los corsarios, porque un pirata es siempre más libre mientras que un corsario es un gay, que no es otra cosa que un maricón con dinero. Un corsario está metido en estructuras rígidas y no quiere que esas estructuras rígidas se desgasten, por lo que va a engañar todo lo que pueda. Ahora los corsarios están muy mosqueados, porque los piratas se lo están llevando todo. En esta guerra yo estoy con los piratas.

Los corsarios de ahora, según usted, llevan trajes de Armani y vestidos de Hermés.

Los corsarios hicieron la ley Sinde, una ley absurda que defiende a los cuatro privilegiados de siempre, un descerebre que le dio a una niña maleducada y tonta como es Ángeles González-Sinde. Ella tiene un complejo muy grande, como la mayoría de políticos de este país, y lo único que quiere es pasar a la posteridad. ¿Cuál es la única forma? Pues haciendo una ley. González-Sinde no es una artista y no lo será nunca. Sus guiones son una porquería y las películas en las que están basados sus guiones nadie las va a descargar y nadie las va a ver aunque las pongan gratis. Lo único que ha hecho es crear conflictos entre los autores. Y aquí es donde se ha empezado a definir al artista del que no es artista, el que ha sido un privilegiado toda la vida y que ve que no sabe por dónde va a salir esta historia. Ángeles González-Sinde, que es una acomplejada, ha querido poner fronteras a algo tan absurdo como es la Red, diciendo que es por el bien de los artistas. Lo único que ha provocado la ley Sinde ha sido diferencias entre los autores. Lo idóneo sería que cada vez que alguien compre un libro, se pase el lector por el código de barras y el dinero llegue a tu cuenta corriente. Esto se puede hacer. Y es lo que tiene que hacer un ministro de Cultura si de verdad está tan pendiente del artista.

Su biblioteca es…

Ocupa toda la casa, un pequeño apartamento de setenta metros cuadrados. A veces pienso que el peso de los libros va a hundir el piso. Encuentro los libros porque tengo buena memoria, pero los tengo repartidos por toda la casa, salvo en la cocina. Los tengo incluso hasta en el cuarto de baño.

¿La clasifica de alguna manera?

La tengo organizada por editoriales, como me sugirió mi amigo Luis Alberto de Cuenca, así gano espacio al tener los libros por colecciones y tamaños. Yo los tenía antes por orden alfabético.

¿Cuál es su fondo actual de títulos?

No lo sé, no soy numérico, no hago censo, lo mismo son tres mil que cinco mil. Si viene Jesús Marchamalo a casa igual me lo dice.

¿Cuál es el número idóneo de libros para su biblioteca?

Una biblioteca ideal es una biblioteca infinita.

¿Qué género predomina?

La novela policíaca es el género que más me tira. Después los clásicos españoles, Pío Baroja, Valle-Inclán… Y mucho ensayo para la documentación de mis novelas.

¿Sólo tiene libros en las baldas o también acumula objetos, fotografías u otro tipo de fetiches?

En las baldas tengo de todo, hasta cuadros. Son estanterías blancas Billy, de Ikea, como casi todo el mundo.

Tiene un mueble entero de libros dedicados. ¿Por qué este interés?

Son libros personales, de amigos, que no presto. Puedo dejar cualquier otro libro, incluso sabiendo que no me lo van a devolver, pero los dedicados no salen de casa. La gente que no devuelve los libros es porque no los han leído. El que se ha leído un libro te lo devuelve y lo comenta contigo.

¿Cómo debe formarse una biblioteca?

Pues con libros que te gusten, da igual que sea El Coyote de Mallorquí, que estén sin encuadernar o que sean las novelas de bolsillo de Silver Kane, que son buenísimas por cierto. Cada vez que voy a Madrid, compro novelas del Oeste y de Silver Kane. Conozco a Francisco González Ledesma personalmente y es un tipo de puta madre. Si tengo un grato recuerdo del día que gané el Premio Azorín, que significó un antes y un después en mi carrera, fue cuando González Ledesma me dio un abrazo de los de verdad.

¿Se ha presentado a mucho premios?

A muchísimos, al Nadal, al Primavera… pero solamente he ganado el Azorín con Pólvora negra y el Llanes de Viajes por Huella jonda del héroe.

¿Posee libros heredados de su familia?

No, yo no provengo de una familia ilustrada.

¿Hace expurgo en su biblioteca con frecuencia?

Sí, me desprendo de libros que no me interesan. Y los suelo ceder a bibliotecas, como hice con la de Tarifa y la de Chiclana.

¿Contiene libros en otros idiomas?

En inglés sólo sé decir Marlboro, aunque tengo algunas ediciones norteamericanas, como El viejo y el mar, de Hemingway, y El hombre delgado, de Hammett. Tampoco me interesa aprender idiomas. Hablo en castellano, que es la lengua que manejo y que es dificilísima.

¿Qué biblioteca ha visitado y le ha fascinado?

La del editor Mario Muchnik. Es una biblioteca gigante y tiene joyas de primeras ediciones dedicadas de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa y de toda la gente que trató. Mario fue el editor del boom junto con Carlos Barral y tiene la biblioteca llena de recuerdos, con litografías de Picasso, cuadros de Alberti y un montón de obras de arte porque es coleccionista. Hay otra biblioteca, mínima pero curiosa, que es la del también editor Julio Ollero, y que tiene en su misma editorial. Está llena de libros antiguos, y me quedé con muchas ganas de robarle La Divina Comedia, en una edición muy antigua. Pero el tío estaba todo el rato detrás de mí con ochenta ojos.

¿Qué biblioteca le gustaría visitar?

La del Palacio de Liria, de la familia del Flaco [Jacobo Siruela]. Estoy detrás de él para que me la enseñe, pues dice que hay una primera edición del Quijote de Cervantes, entre otras muchas joyas. Me encantaría estar ahí un buen rato mirando los libros. Prometo no robarle nada.

Montero Glez (Madrid, 1965) es autor de las novelas Sed de champán (Edhasa, 1999), Cuando la noche obliga (El Cobre, 2003), Manteca colorá (Del Taller de Mario Muchnik, 2005), Pólvora negra (Planeta, 2008) y Pistola y cuchillo (El Aleph, 2010); de los libros de cuentos Besos de fogueo (El Cobre, 2007) y Polvo en los labios (Lengua de Trapo, 2012); el libro de viajes Huella jonda del héroe (Imagine, 2012) y los libros de artículos periodísticos Diario de un hincha, el fútbol es así (El Cobre, 2006), El verano: lo crudo y lo podrido (Del Taller de Mario Muchnik, 2008) y A ras de “yerba”, apuntes futboleros (Debolsillo, 2009). Con el seudónimo Roberto del Sur publicó los libros Al sur de tu cintura (Vosa, 1995) y Vivir de milagro (Vosa, 1998). Página web.